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Maderos que soportan el ábside de la ermita de San Pelayo, en Perazancas de Ojeda. :: MERCHE DE LA FUENTE
Volví la cara llorando
PALENCIA

Volví la cara llorando

«Me pregunto quién mandó colocar los maderos para evitar la pronta ruina total de la ermita de San Pelayo de Perazancas»

MARCELINO GARCÍA VELASCO

Lunes, 24 de octubre 2011, 03:12

Lo que voy a contar empezó el 2 de junio, a punto de ser vencida la tarde, con el sol ocultándose tras las lomas que separan el valle del Burejo y el del Maderano. Recuerdo la fecha, porque hace 48 años, ese día, una maestra -recién estrenados destino y profesión- y yo empezamos el camino del amor en un lugarejo perdido de nuestra montaña, Villaverde de la Peña, adonde habíamos subido a bailar, pues era su fiesta o algo parecido. Y, frecuentemente, si estamos libres de compromiso, hacemos un recorrido por aquellos parajes y recalamos en el bar El Sevillano de Cervera de Pisuerga, que es donde, en realidad, tuvo nacimiento la aventura.

Este año repetimos el recorrido, sentimental, añorante, y masoquista, para contemplar esos pueblos que fueron vida y donde, cada vez, duele más el pisar las calles. En Cubillo de Ojeda, aldea en la que tenía escuela aquella maestra que me enamoró, la ruina es especialmente dolorosa -¡y mira que era airosa para pueblo tan menudo aquel edificio cuando se levantó!- porque nadie ha querido cerrar sus ventanas. Y así, la ruina le viene desde dentro y fuera. En Perazancas, la que fue mi escuela es hoy un pequeño museo en el que guardan aperos y objetos desaparecidos y ayer necesarios.

De regreso a casa, y a poco más de un kilómetro del pueblo donde durante tres años fui maestro de su escuela de niños -hasta 52 la llenaron-, al pasar frente a la ermita de San Pelayo, algo como un puñetazo profundo me entró por los ojos hasta llegar al alma. ¡Mira, Carmen, el ábside de San Pelayo sostenido por maderos! No quise parar, pues ya había llorado bastante en otro tiempo.

El primer llanto me salió en el mes de abril de 1960, que es cuando las nubes lloraban sobre los campos. Al llegar a la ermita, llave en mano dejada por el cura, don Indalecio, abrí la puerta -no vas a ver nada, me había dicho- y contemplé, atónito, las pinturas del siglo XII que imaginaba impresionantes. ¡Dios! ¿Y por esto había yo elegido Perazancas de Ojeda como primer destino de maestro nacional? Lloré de rabia y de impotencia maldiciendo el tiempo, tan poco respetuoso con lo humilde. Porque el templo lo era. De cuanto fuera un gran monasterio, del que existen documentos del siglo X, solo quedaba la mínima compostura de un ábside románico lombardo-catalán construido en 1076, es decir, a la vez que San Martín de Frómista o San Salvador de Nogal de las Huertas. Románico primerizo de Palencia, sostenido por cuatro, y no enteros, paredones, en uno de los cuales se abría una puertuca cuyas jambas coronaban sendos capiteles mozárabes traídos -supone el experto Miguel Ángel García Guinea- del primitivo monasterio de Cozuelos o del antiguo de San Pelayo. El ábside, en su interior, presentaba restos de una composición típica románica, con su pantocrátor y sus estaciones temporales. El resto estaba cubierto por una capa basta de pintura aldeana hecha -seguramente por lo barata- de cal y azulete de lavar, atravesada en vertical y horizontal por rectas blancas parodiando piedras perfectamente talladas. Y bien lisa, porque antes, lo que sonaba a hueco, había sido picado y rellenado con yeso.

Pero la ermita es historia. Historia que a nadie importa. Y se puede caer, qué más da, si no va a pasar nada. Cosas más gordas ocurrieron por aquí, como por ejemplo la venta, oiga, por 20 duros -del siglo XIX, eso sí- del primer Beato femenino que poseía el monasterio de San Andrés de Arroyo y hoy es propiedad de la Biblioteca Nacional de París, o el desaparecido relieve de una piedra del interior de la ermita de La Encina, de Moarves, del que solo da constancia de existencia una fotografía de García Guinea en su libro 'El románico en Palencia'.

Otro llanto me brotó una noche de vinos en la cantina de Lorenzo, cuando un viejo de barbas serenadas, el señor Macario, me comentó que en 1931, con motivo de la declaración de la ermita como Monumento Nacional, entre el cura y el alcalde de entonces -no me quiso decir nombres porque vivían en el pueblo algunos familiares- decidieron, por temor a que se llevaran las pinturas, o vaya usted a saber qué, cometer un sacrilegio artístico en lugar sagrado. El alcalde podía ser analfabeto, pero al cura se le suponen, como al soldado, el valor, unos estudios de arte en el seminario, y de respeto, por sentido común, ante lo viejo. Parece ser que allí solamente importaba la imagen de bulto de San Pelayo para la celebración de una fiesta con procesión el día 26 de junio.

Esta ermita es para mí un lugar especialmente querido porque junto a sus muros o a la sombra del silvestre saúco -ahora hay unos árboles jardinescos y domésticos- escribí más de un poema, o visitaba en buen tiempo cuando, camino de un robledo cercano, salía de la escuela a descansar el cuerpo y del cuerpo. Y menudo susto nos llevamos una víbora y yo un día en el que bajo los robles nos descubrimos -los dos tendidos en el suelo, ella por obligación y yo por descanso- que nos hizo saltar en direcciones contrarias. Ya no volví más al robledo.

Una vez en Palencia, no quise escribir sobre este dolor, que harto he escrito sobre otros similares y nunca se me hizo el menor caso -verdor de los tesos, testigo de la ciudad, Cristo Rey de Victorio Macho, uno-. Pero se lo comuniqué a Francisco Ramos para que intentase desde su voz en las Cortes de Castilla y León exponer la situación. Y subió a Perazancas y sacó fotos y con ellas denunció en el Parlamento autonómico el estado por el que un monumento de 1076, único lombardo-catalán -sigo a García Guinea-, seguramente debido a dos obispos catalanes que ocuparon la sede palentina en tiempos de Alfonso VI.

Santa María la Real

He escrito este artículo porque hace unos días leí en la prensa que la Junta ha reaccionado positivamente ante las quejas de Francisco Ramos encargando a la Fundación Santa María de Aguilar de Campoo la consolidación de este monumento.

Y ahora me pregunto, sin ánimo de ofender a nadie, ¿quién mandó colocar los maderos para evitar la pronta ruina total de la ermita? Porque Perazancas ya no es ayuntamiento -con lo que luché yo contra él por falta de leña para matar el frío en la gloria de mi escuela y por el arreglo de mi vivienda-, ya que fue absorbido por el de Cervera. ¿Lo hizo el ayuntamiento de esta localidad? ¿Y qué más hizo el alcalde, responsable de velar por todos los bienes, incluidos los artísticos, de su municipio?

Porque bastó una comunicación a Paco Ramos para que subiera a Perazancas, viera la situación y la dejadez -llevaba más de un año San Pelayo con los maderos a cuestas- con la que se actuaba desde el ayuntamiento cerverano. Porque cuidado que bajaba veces su alcalde, por su condición de diputado provincial, hasta Palencia por la carretera que le traía a la capital. ¿O es que siempre miraba a la derecha para no ver que San Pelayo seguía aguantando en pie por los maderos hasta que se pudrieran?

El último llanto me lo provocó la visión de esos maderos y, como en el fandango de Alosno, volví la cara llorando.

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