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ÁNGEL LUIS INURRIA
Lunes, 11 de abril 2011, 03:16
La buena prensa de la que han gozado los ciclistas y la simpatía popular que despertaban se han esfumado con la llegada de políticos que han apostado por la creación de carriles urbanos para su uso exclusivo, 'una bici, un voto', y el eco de sus irregularidades deportivas.
Curiosamente, en nuestro país no ha tenido mucho protagonismo lo ecológico, hasta la actual llegada de las renovables, de dudosa efectividad para muchos. En otros está más presente y goza de respeto, precisamente en aquellos, nórdicos mayormente, donde existe la tradición del ciudadano ciclista.
En fin, que sea por lo que sea, aquí los verdes nunca han estado muy considerados; sí lo estaban los ciclistas, lo mismo las figuras del sufrido deporte de las dos ruedas como los anónimos de a pie, es un decir, admirados, queridos y consentidos. Vayamos por partes.
Tiempo atrás, el ciudadano que utilizaba la bici como medio de transporte era elogiado, pues además de beneficiarse él mismo del ejercicio que realizaban sus piernas-bielas, tan sano para la salud, contribuía al mantenimiento del entorno al no contaminar la atmósfera. Además, la memoria cinematográfica les favorecía: aquel pobre ladrón de bicicletas, la espontánea y oportuna irrupción de ciclistas en las calles ocupadas por los nazis para que los patriotas de la resistencia pudieran huir y, más tarde, qué decir de los niños ciclistas de la entrañable 'E.T.'. Cómo no iban a tener buena prensa.
La bicicleta y quienes las montaban, hombres y mujeres, eran una imagen ejemplar de la Europa llana, donde compartían la calle con los coches, mientras los peatones transitaban por las aceras o esperaban al servicio público, tranvías, trolebuses, autobuses, allí benévolos monstruos del asfalto que no se enrabietaban ante la corte de velocípedos que les acompañaban en su desfile. Esto también nos lo ha mostrado el cine.
Pero aquí, no se sabe por qué, pocos ciclistas se aventuraban a la jungla del asfalto, y cuando lo hacían asumían su exposición perpetua a la ira de los cláxones que invitaban a su caza. Así que, un buen día, los que mandaban decidieron ganar parte del voto de los verdes y asimilados y establecieron caminitos dentro de la calzada y/o acera para uso exclusivo de los ciclistas. Oigan, qué éxito, sobre todo en las ciudades lisas, de aquellas pistas exclusivas para ciclistas que serpenteaban por calzadas y aceras.
Al principio los ciudadanos se alegraron. Los unos, al poder desplazarse por la ciudad sin temer ser aplastados por los paquidermos rodantes; los otros, por no tener que compartir espacio con un tráfico muy torpe, no había tradición, y finalmente el peatón pensaba que iba a pasear con mayor disponibilidad de oxígeno. Pero pronto cambiarían de humor al constatar la praxis del hasta hace poco respetado ciclista. ¿Motivos? Fáciles de comprender: los carriles para las dos ruedas no tienen paso de cebra, cruzarlos es un peligro, pues el ciclista propietario del carril no respeta el paso de los peatones, aquel espacio es únicamente suyo, piensa, pone en peligro su integridad y encima les increpan, pues están invadiendo su 'hábitat'. Al mismo tiempo, poco a poco descubrieron que si alteran el trazado asignado disminuían su recorrido, por lo que invaden las aceras, alternan en su ruta la utilización de los pasos de peatones, no respetan los semáforos, se apuntan siempre al verde, y circulan por la calzada fuera de su pista protectora e incluso en sentido contrario. Entonces sí, apelan y abusan de su debilidad frente a los vehículos de motor, aunque hayan olvidado la del transeúnte al que molestan e incomodan, cuya seguridad ponen en peligro. Así, paulatinamente, nos han descubierto una personalidad que no es tan pacífica como parecía ni tan cívica como creíamos.
¿Y los profesionales?.
Pues el recuerdo nostálgico de la popular, dinámica y pegadiza polca de Johann Strauss que prologaba la esperada imagen televisiva de la serpiente multicolor formada por los esforzados de la ruta. Imágenes bucólicas que cedían protagonismo a la épica de los escaladores, a la fugaz astucia de los velocistas, a la dilatada escapada en solitario condenada al fracaso, al ingrato sacrificio de los domésticos. Una colosal empresa deportiva de esfuerzos sobrehumanos que empujaba a sus protagonistas hasta el límite, donde los campeones, cuanto mayor era la aparente grandeza de su gesta y acumulación de trofeos, más apagaba y oscurecía su brillo la negra sombra que la duda arrojaba sobre la pureza de su victoria. Triunfos lícitos o ilícitos al dictado de la reglamentación cambiante y de la sofisticación de la medicina deportiva del momento, siempre en el filo de la navaja que separa la legalidad del delito, capaces de convertir a los héroes en villanos y de arrojarles del deporte que encumbraron con sus hazañas acusados de dopaje, la mayor parte de las veces demostrado, pero también inducido.
Ciclistas urbanos incívicos, profesionales tramposos, todos egoístas alejados del ejemplo, tan poco angelicales como nosotros, que solo pensamos en la inmediatez de nuestro beneficio más allá de otras consideraciones.
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