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julia fernández
Miércoles, 6 de julio 2016, 21:07
Un día como hoy, pero de hace 93 años, Ernest Hemingway pisó por primera vez los adoquines de Pamplona. El escritor norteamericano llegó en tren, procedente de Francia, y con su primera mujer, Hadley Richardson, embarazada de cinco meses. Con el pelo muy negro, engominado hacia atrás y un rasurado perfecto nada que ver con la imagen mítica que se tiene de él, se bajó del expreso para sumergirse en los sanfermines. Su objetivo era casi antropológico. Por entonces, con 24 años, era corresponsal en París del diario Toronto Star.
El relevo generacional de los veteranos corredores americanos y británicos está asegurado. Además de Bill Hillmann, están el director de cine Dennis Clancey, autor de un documental llamado Chasing Red, el enfermero escocés Gus Ritchie, de 46 años, y el escritor británico y aprendiz de torero Alexander Fiske-Harrison, de 40.
La fiesta le cautivó. Sobre todo aquel duelo entre el hombre y el toro camino de la plaza cuando empezaba a despertar la mañana. En 1925, durante su tercera visita, se acompañó de un puñado de expatriados estadounidenses y británicos a los que sirvió de cicerone para mostrarles todos los secretos de los festejos. Estuvieron tres semanas exprimiendo la ciudad. El 21 de julio, ya con la resaca de la juerga como un vago recuerdo, Hemingway empezó a escribir el borrador de Fiesta (The Sun Also Rises), la novela a la que los sanfermines le deben gran parte de su fama universal. Este año se cumplen 90 años de su publicación.
Hemingway siguió yendo a Pamplona hasta julio de 1959. Ese año fue la última vez que se le vio tomando un vino en el Iruña, asomándose a la ventana de su habitación en el hotel La Perla y corriendo delante de los morlacos en la calle Estafeta. 24 meses después, terminaría descerrajándose un tiro en su casa de Idaho. Sin embargo, la semilla de los encierros pamploneses que sembró entre sus compatriotas estadounidenses pervive hasta nuestros días. Durante los próximos siete días, un centenar largo de norteamericanos y británicos, que en su mayoría peinan canas, honran la memoria del escritor brindándole carreras y faenas.
Larry Belcher lleva 40 años poniéndose delante de los toros. Joe Distler dejó la pubicidad por un trabajo que le dejara los veranos libres. Así son los guiris que honran a San Fermín
Uno de ellos es Larry Belcher, un tipo nacido en Idaho, criado en Texas y envejecido bajo el sol de Castilla, que primero quiso ser cazador blanco en África, luego torero y después se dedicó al rodeo profesional. Hoy es profesor en la Universidad de Valladolid. «A mí me trajo Hemingway», admite sin tapujos. Fue hace «40 años». Acababa de leer Fiesta y se moría por conocer Europa. Su primera escala fue Pamplona. «El primer encierro lo corrí con los valientes».
Se refiere a ese grupo de personas que sale como alma que lleva el diablo en cuanto oye el cohete que anuncia la estampida de los animales y que llega a la plaza sin que los toros se astisben siquiera al fondo de la calle. Justo cuando pisó el albero, Belcher aprendió sus dos primeras lecciones: que en España se tira mucho de retranca para bautizar las cosas y que le quedaba mucho por averiguar para ser un buen corredor por muy campeón de rodeo que fuera. Afortunadamente, encontró buenos maestros. «Enseñarnos los unos a los otros es parte de la generosidad de San Fermín», subraya. Hoy es él quien se encarga de esta misión.
¿Qué es lo primero que recomienda?
Pensar, tener la mente fría, estar pendiente de todo lo que te rodea en el encierro y, sobre todo, saber que un toro bravo es un asesino. Ahora, mucha gente sufre del síndrome de Disney...
¿Perdón?
Le han perdido el respeto al animal y también a los compañeros.
Pese a ello, sigue corriendo. También esta semana «aunque ya estoy un poco viejo» porque es algo que le acompaña «durante todo el año». A sus 67 años, tiene un estado físico envidiable y eso le permite dar sopas con hondas a muchos jóvenes que se le arriman en las carreras.
¿Se las prepara?
Nado, corro, hago pesas... pero no por San Fermín sino por salud.
¿Ha ido alguna vez borracho?
¡Ni drogado! Hay que ser gilipollas.
Joe Distler, norteamericano de Brooklyn, aterrizó en Pamplona el lunes, donde la manada Hemingway le esperaba con los brazos abiertos. Especialmente, el «núcleo duro, que somos unos 25», relata Belcher.
¡Vaya cuadrilla!
A mis mejores amigos los he conocido aquí.
Y uno de ellos, claro está, es Distler, que lleva 45 sanfermines a las espaldas y una prótesis de cadera a consecuencia de un revolcón en 1993 y de la artritis. Como cada año desde que pasara por quirófano, madrugará para ocupar su sitio en la esquina de Mercaderes. Desde allí ve pasar los toros y, si se siente rápido, echa a correr con el aliento de las bestias en el cogote. Luego, vuelve a su refugio, un piso que compró hace años en la calle Zapatería. Para los americanos sanfermineros de verdad, Distler que vive en París, como el mito es una institución. Julen Madina, el fabuloso corredor vasco retirado en 2012, le llama el «hermano mayor».
Participó por primera vez en 1967, pero pasó tanto miedo en su primer intento que se echó contra la pared a la que tuvo ocasión. En la segunda decidió pegarse a alguien que de verdad supiera de qué iba todo aquello. Se convirtió en la sombra del mejor, su compatriota Matt Carney, que entonces era ya una leyenda viva. Lo hizo tan bien que al acabar el encierro, el cuarentón le espetó: «Bien hecho, chico». Distler flipó. Le acaba de felicitar el hombre con el que Hemingway compartió más de una juerga y de una discusión... En la última, Carney le mandó a tomar por el culo y ahí se acabó todo.
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Estos sanfermines serán los primeros sin Noel Chandler, un galés universal de Newport, a 12 kilómetros de Cardiff, la capital que llevaba 54 años acudiendo sin falta a Pamplona en estas fechas. Tenía una casa en Estafeta que se convertía en el punto de encuentro del grupo de veteranos americanos. Allí siempre se brindaba con «Möet Chandon» por el santo. Esta vez, se hará también por él. Murió en octubre en Madrid con 79 años.
Ahora es Distler el que genera esa admiración. Y no es para menos. Dejó el mundo de la publicidad,donde ganaba un pastón (91.000 dólares al año en 1971), para ser profesor, un trabajo que le dejaba los veranos libres para viajar por Europa e ir a los sanfermines. Solo se perdió los de 2013 por un viaje a China con sus hijas adolescentes. Su fama ha sido tal que algunas firmas le han tentado para llevar publicidad por una pornográfica suma de dinero. Su respuesta ha sido siempre la misma: «Ni hablar». ¿La razón? Su «amor» por los toros. Para él, el encierro es algo muy serio. Se levanta hora y media antes, estira y visualiza la carrera, siempre con la misma pregunta carcomiéndole las entrañas:«¿Tendré el valor de hacerlo?». Los minutos antes de que arranque el espectáculo no habla. Quizá para oír la respuesta a su duda, que nunca llega antes que el sonido metálico de las pezuñas de los morlacos contra el adoquín.
El encierro para estos veteranos americanos es más que la fiesta que atrae a los jovenzuelos que vomitan en el pedestal de la estatua de Hemingway que está junto a la plaza de toros o que se tiran desde lo alto de la fuente de Navarrería. «Es algo místico, donde se mezclan el miedo y la emoción», acierta a definir Belcher.
No es lo que atrae a la mayoría de la chavalería, desde luego.
No, ellos vienen por la fiesta y se toman los toros como un deporte de riesgo.
Su compatriota Distler sostiene que Pamplona es su «energía del año». Lo llama su «medicina natural». Y algo de eso tiene cuando se escucha hablar a Bill Hillmann, uno de esos jóvenes americanos que encarnan el relevo generacional de este grupo de veteranos. Este exboxeador de Chicago sufre trastorno bipolar y asegura que la Física, la Literatura y los encierros le han servido para encontrar el equilibrio. Hillman es, además, coautor de un manual sobre cómo sobrevivir a los toros en Pamplona y este año acaba de presentar Corriendo con Hemingway, un libro avalado por el mismísimo nieto del escritor. Ernest, como Elvis, parece que sigue muy vivo en Pamplona.
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