Ángel Marcos, tras las huellas del Cid
El fotógrafo medinense descubre el Burgos del Campeador y el comienzo de su ruta hacia el destierro
José María Cillero
Viernes, 12 de febrero 2016, 12:05
Sepa, mi señor, aunque no le sirva de consuelo, que salir de Burgos al destierro sigue siendo prueba hercúlea, de las que miden inflexivas la fortaleza de un mortal. Un sacrificio de injusta exigencia para burgaleses, pero también para visitantes. Un desproporcionado castigo siquiera atenuado por un milenio de evolución en el que hemos cambiado el polvo por asfalto, el sudor por climatizadores y el hierro por aleaciones ligeras que permiten velocidades para vuesa merced insospechadas, a la vez que garantizan la protección de los ocupantes del habitáculo.
Decía Azorín que «el paisaje somos nosotros; el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos...». El ocaso acelera la melancolía en la despedida del paisaje burgalés. O mejor, las cuatro melancolías. Las del fotógrafo Ángel Marcos, el fotoperiodista Gabriel Villamil, el conductor Sergio Gutiérrez y la del que esto les cuenta, componentes del comando enviado por El Norte al asalto burgalés tras las huellas del de la luenga barba, un cuarteto que acaba el día conquistado, entregado, rendido. Ha cometido el error imperdonable de despreciar el poder de un arma llamada hospitalidad, que los burgaleses manejan con la maestría que conceden siglos y siglos de recibir a peregrinos de todo el mundo en recorrido por la ruta jacobea.
Ha sido una jornada redonda, de cielo limpio tras la niebla, que comenzó unas horas antes, a lomos del Renault Espace Initiale Paris gris metalizado, nuestro moderno Babieca de 160 caballos, con motor 1.6 dCi turbodiésel. «Produce una sensación engañosa. Discreto por fuera, esconde detalles que hablan de un coche de alta gama en el que prima el confort», se admira Ángel Marcos, que tuvo su bautizo de vehículos de tracción mecánica de niño en su Medina del Campo natal, montado en remolques tirados por tractor. «De ahí pasé, con ocho años, a una cirila con caja para la carga, la del señor Faustino, al que procuraba acompañar siempre cuando hacía el reparto del pan por Madrigal, Lomoviejo ». Ese afán por conocer lugares no ha abandonado jamás al artista medinense, en cuya obra el paisaje es protagonista, con la idea del viaje y el diálogo con el territorio recorrido siempre presentes en sus series sobre Nueva York, China, Cuba o Las Vegas. «Me gusta siempre llevar yo mismo el coche, eso me da libertad para parar donde quiera. Conducir por el Monument Valley (de Utah a Arizona) es una experiencia increíble. Pero también he conducido en Nueva York, París, Londres, Colonia, Milán No en China, allí no me atreví, imposible interpretar las señales».
Sergio, el conductor, y Gabi, el fotógrafo de El Norte nos interrumpen. «Vamos con el control de velocidad adaptativo. Él solo regula la velocidad para mantener la distancia de seguridad con el coche de delante». «Es el antecedente de los coches sin conductor», asegura Ángel. En el cielo, la niebla levanta y el sol resalta el verde de los campos a ambos lados de la A-62 como si la enorme superficie acristalada del Initiale se hubiera revestido con un filtro polarizador.
Llegados a destino, la visita arranca en el Castillo, levantado por el fundador de Burgos, el conde Diego Rodríguez Porcelos, en el año 884 y elevado 75 metros sobre el nivel de la ciudad, que desde este punto exhibe, acá, la puntiaguda silueta de la Catedral (¿Johan de Champagne?, 1221 con aportaciones posteriores de Juan de Colonia, autor del cimborrio y de las agujas caladas en el siglo XV); acullá, el prisma acristalado del Museo de la Evolución Humana (Juan Navarro Baldeweg, 2010).
Con la ciudad a sus pies, el que en buena hora ciñó la espada se interesa por todo lo que ve, en especial lo que le resulta menos familiar. «¿Quién es ese caballero Miguelón del que tanto oigo?, ¿cuáles son sus gestas, quiénes sus mesnadas?». No es fácil explicarle al leal Campeador la importancia de unos hallazgos que sitúan las tierras burgalesas como escenario de llegada de los primeros primates homínidos venidos a Europa desde África hace cientos de miles de años, antes de lo que se había calculado. Tampoco parece sencillo someterle a una inmersión en los conceptos del márketing turístico para que tome conciencia del papel de los yacimientos paleontológicos en la atracción de visitantes. Y lo más difícil, que por este hallazgo no sienta amenazado su trono de héroe indiscutible y símbolo burgalés por antonomasia. «Créame vuesa merced que no se trata de un problema de autoestima. Sino de que en estos casi mil años d descanso supuestamente eterno habrá oído hablar de las idas y venidas de mis restos, a menudo he asistido, con pesar, a la instrumentalización interesada de mi humilde existencia», se defiende don Rodrigo.
Y es que el mito del Cid traspasa las fronteras del tiempo. En todos los episodios de su vida, biográficos y hagiográficos, restallan su valentía, pero también su prudencia, generosidad y piedad, su honradez y rectitud, que hablan de un personaje sin doblez, de exótica franqueza. Eso que llaman un tipo de una pieza, alguien que trasciende a su época. «Lo que viene siendo un líder político de los de ahora», se lamentan con unísona sorna los componentes de la expedición que viaja tras las huellas del que nació con buen hado. Es menester pues tratar de seguir ya los pasos de Mio Cid Ruy Díaz, adentrarse en su aventura vital, que empieza a los pies del castillo, unos metros más abajo.
El Arco de San Martín y su vecino Solar del Cid, donde la tradición dice que tuvo su palacio un monumento erigido por José Cortés en 1784 bajo el reinado de Carlos III recuerda esta circunstancia, son los primeros hitos de la ruta urbana que Burgos dedica a su héroe. A menos de un kilómetro en dirección centro por la calle Fernán González primero y por Santa Águeda después, se alza la iglesia de Santa Águeda, erigida en el XV sobre las ruinas de su homónima predecesora, en la que la leyenda sitúa la Jura de Santa Gadea (1072), donde el Campeador obligó a Alfonso VI a dar su palabra de no haber tomado parte en la muerte de su hermano Sancho II.
La Catedral es la siguiente etapa del recorrido. Si bien la impresionante seo gótica es más de cien años posterior a Rodrigo Díaz, su importancia en el recorrido es fundamental, al estar construida sobre la iglesia de Santa María, ante la que el Cid se arrodilló en su salida al destierro, y por albergar desde 1921 al cumplirse el séptimo centenario de la edificación del templo los restos del Cid y de doña Jimena. Este paseo concluye en su tramo intramuros en el Arco de Santa María, erigido por Francisco de Colonia y Juan de Vallejo en el XV para sustituir a la puerta medieval y con disposición en forma de retablo, del escultor Ochoa de Arteaga, en la que están representados Carlos V, Fernán González, Diego Porcelos y el propio Cid, entre otros. En el interior, encontramos una sala cidiana con un facsímil del Cantar y el hueso radio del brazo izquierdo de don Rodrigo. Superada la tentación de abandonarse a un paseo por el Espolón, el viajero cruza el puente de Santa María en busca de la Glera, donde el aguerrido caballero acampó junto al río, y continúa por la calle Miranda hasta el Museo de Burgos. Después, la calle de San Pablo y el homónimo puente le llevarán ante la estatua ecuestre del Cid (1955, Juan Cristóbal en colaboración con el arquitecto Chueca). Última parada de este recorrido urbano, el palacio de la Diputación, de mediados del XIX, para admirar los murales del Cid de la cúpula, obra de Vela Zanetti. «Tuve el privilegio de conocer en vida al maestro Vela Zanetti, una personalidad impresionante», comenta emocionado Ángel Marcos.
Hacia el destierro
El Camino del Destierro hacia Levante tiene su primera parada en el Monasterio de San Pedro de Cardeña, abadía trapense a diez kilómetros de Burgos fundada en 902, en la que según la tradición, Ruy Díaz dejó esposa e hijas antes de partir, circunstancia que la Historia no confirma, ya que en el primer destierro (1081) las posesiones del caballero no fueron expropiadas y su familia se quedó en su casa y en el segundo (1089), la familia fue presa en un castillo por orden real.
«Ruego a vuesa merced que no se ponga estupendo, raya la impertinencia. Ese afán por separar lo acaecido con lo fantaseado acabará por diluir lo que queda de mi leyenda. No vaya a pasarle como al duque de Alba, que hace 70 años se puso a excavar ahí, delante de la entrada de Cardeña para ver si encontraba la tumba de mi fiel Babieca. Si ya es peligroso un hombre ocioso, ¡tanto peor si cuenta con una inmensa fortuna!». Tiene usted razón, don Rodrigo, perdone. Ya sabe del gusto español por crear héroes para a continuación darse al placer de derribarlos.
Desde aquí y hasta su final burgalés en Brazacorta, el camino que el que en buena hora ciñó la espada siguió a caballo se puede recorrer por carretera o en ruta senderista que atraviesa Modúbar de San Cibrián, Los Ausines donde la pericia de Sergio al volante y los sensores en el perímetro completo del vehículo evitan los roces en sus angostas calles, Mecerreyes o Covarrubias, bañada por el Arlanza, que recibe al viajero con su casco medieval amurallado y sus casas de arquitectura tradicional de adobe armadas por vigas de madera. Imprescindible la visita a la gótica Colegiata de san Cosme y San Damián, del siglo XV. En el claustro descansan los restos de la Infanta Cristina de Noruega, a quien mandó traer Alfonso X el Sabio desde Escandinavia para desposarla con uno de sus hijos y que murió en Sevilla a los 33 años, unos dicen que por nostalgia; otros, más prosaicos, por no adaptarse al calor.
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