La eterna espera
Habrán sido millones los minutos arrebatados a la prisa del mundo laboral, durante décadas, en las dos orillas del paso a nivel que se abre para siempre
Eric Dale, el ingeniero y gestor de riesgos que interpreta Stanley Tucci en 'Margin Call' y que ha sido despedido de un banco de inversión ... al comienzo de la película, calcula a vuelapluma, junto a uno de sus ex compañeros en la firma neoyorquina que acaba de darle la patada, los kilómetros anuales de conducción que han podido evitar las doce mil personas usuarias a diario de un viaducto de apenas trescientos metros de longitud que él mismo construyó en una etapa anterior de su vida profesional, un par de décadas atrás, entre dos pequeñas localidades separadas por el río Ohio.
A una velocidad de cincuenta millas por hora —colegirá instantes después de finalizar sus cálculos iniciales—, entre todos ellos se han ahorrado hasta ese momento mil quinientos treinta años de sus vidas. Milenio y medio que habrían destinado inevitablemente a permanecer encerrados en sus coches mientras recorrían millones de kilómetros y quemaban toneladas de combustible.
A menudo he recordado esa breve y clarificadora escena en la película de J. C. Chandor cuando cruzaba la línea de Ariza por el paso a nivel de la calle Arca Real que conduce a la vía principal del Polígono de Argales, a pocos metros del edificio que alberga El Norte de Castilla, y debía esperar pacientemente el trajín de alguno de esos convoyes cargado de automóviles que han procesionado desde la factoría de Renault hasta la estación del Norte, o viceversa, y que han detenido con su despaciosa prioridad la actividad a su paso durante décadas.
Reconozco cierta admiración por el personaje de Eric Dale en 'Margin Call', aún no sé si por su condición de ingeniero que supo ahorrarle tantos años de purgatorio terrenal a un grupo de compatriotas, o por su prodigiosa capacidad para el cálculo mental. En cualquier caso, a pesar de que al fin se alzó para siempre la barrera y podría ajustarse definitivamente la cuenta de los minutos de retención cobrados por el paso a nivel de la línea de Ariza a la entrada del Polígono de Argales, no lo emularé. Primero, porque desconozco los datos iniciales (cuántos convoyes de media a la semana, a qué velocidad; cuántos usuarios retenidos en el paso a nivel, etcétera...); segundo, y acaso más determinante, porque se me traban sobremanera las operaciones aritméticas con más de cuatro dígitos sin lápiz ni papel. Ni siquiera las intento, por muy beneficiosas que sean para la firmeza y el buen estado del entramado neuronal. Siempre preferí los crucigramas y los enigmas jeroglíficos. De niño, cuando don Ciriaco nos sometía en el colegio y sin previo aviso a los tiroteos como el de Ok Corral con el cálculo mental encadenado, disparado a diestro y siniestro, mi propensión a la divagación solía hacerme caer desde el tejado. Después, con los años, aprendí a ser simplemente de letras, que es una especie de útil salvoconducto, como saben bien todos los que me acompañan en el gremio. Antaño, al menos, proclamábamos nuestra condición a modo de excusa y de petulante advertencia para sentirnos dispensados, sin culpa ni remordimiento, de observar el cumplimiento de semejantes cómputos mentales.
Sin embargo, y a pesar de ello, ni siquiera a mí se me escapa la certeza de que habrán sido millones los minutos arrebatados a la prisa del mundo laboral en las jornadas que se han respirado y jadeado hasta hoy en todas las naves del Polígono de Argales durante décadas y al paso de cuantas personas lo han cruzado para continuar con sus vidas entre los barrios de las Delicias y de la Rubia. Y si no han sido mil quinientos los años derramados a la cuneta, junto a la barrera del paso a nivel, tampoco es necesario ser un hacha en cálculo mental para sospechar que se le acercan.
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