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Jesús Bombín
Miércoles, 3 de diciembre 2014, 13:44
Paisajes rurales y urbanos pierden su esencia o intentan recuperarla mediante remedos de lo que fueron, entornos tradicionales y paraísos naturales en los que ya no nos reconocemos al haber cambiado nuestras coordenadas de tiempo, lugar y memoria. En esta reflexión abundó ayer el antropólogo Luis Díaz Viana dentro del ciclo Otoño Orueta. Paisajes culturales y patrimonio, organizada por el Museo Nacional de Escultura en el Palacio de Villena de Valladolid.
El investigador del CSIC hizo un recorrido por la fluctuación histórica de la idea de paisaje, que ha ido cambiando «desde que en Occidente hace aparición su concepto hacia finales de la edad Media y el país se vuelve primero campo contemplado (en los siglos XVI y XVII), luego no solo campo sino fenómenos naturales que tienen lugar en él como las tormentas (durante el siglo XVIII), hasta que en el XIX se incorporan también zonas como pantanos y desiertos. Es, a partir de ese momento, al concedérsele una inédita relevancia a la experiencia visual en época decimonónica, cuando la contemplación de lo urbano se hace arte, de forma que en la segunda mitad del XX el detritus de las ciudades terminará siendo también paisaje pintado y fotografiado: la escombrera o el basurero expresarán la ruina del mundo».
Al interrogante de cómo serán los paisajes en el futuro respondió que cualquiera de ellos puede constituir un itinerario de modelos o escenarios fracasados. «Los lugares considerados etnográficos se vuelven no lugares y los no lugares, etnográficos. Con una diferencia: los grandes centros comerciales desaparecerán pronto, como en EE UU, y será muy difícil conservar memoria de ellos. Aunque siempre habrá locos que lo intenten. En aquel país hay asociaciones de gente que, en un intento desesperado de recuperar imágenes de su infancia, siguen la pista de sitios así, que fueron abandonados porque dejaron de ser negocio».
En su disertación puso de manifiesto cómo los paisajes están tendiendo a igualarse en la medida en que las carreteras homologan espacios, aunque hay escapatoria a tanta uniformidad: «Si el viajero abandona las autovías y carreteras principales se reencuentra inmediatamente con paisajes que aún le evocan el pasado, pues aún quedan pueblos que han cambiado poco».
Díaz Viana consideró los radicales cambios que están teniendo repercusiones lo mismo en el mundo rural que en el urbano, «de modo que no queda casi memoria de lo que conocimos; que la información global nos abrume y sobrepase día tras día no nos torna más sabios, y la obsesión de memorializar mediante autofotografías cualquier suceso no nos ha vuelto más conocedores del pasado ni nos ha salvado de la desmemoria, ya que padecemos la carencia de esos recuerdos que nos relacionaban con un lugar y un tiempo o nos unían a los que allí vivieron antes».
Alertó de que los paisajes han dejado de ser escenarios de acontecimientos en los que «aquello que ocurría siempre parecía buscar un sentido», para irse convirtiendo en zonas sin memoria o dislocadas donde tiempo y lugar divergen, «donde las cosas suceden o caen sin la aparente responsabilidad de nadie. Se ha producido una triple negación de los elementos que nos anclaban a un territorio, a una época y al legado de las gentes que nos precedieron; la renuncia al lugar, al tiempo y a la memoria propios nos llevan a un futuro delirante, un mundo de pesadilla sin lugar ni encaje para el hombre». Para el antropólogo, la sociedad aún no es consciente de los efectos de ese desarraigo. «Si perdemos el sentido del sitio, de a donde pertenecemos o con el que nos unen recuerdos, emociones y afectos, nos quedaremos sin identificación e identidad».
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