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Eloy de la Pisa
Sábado, 14 de marzo 2015, 09:33
Existe una cuenta en Twitter denominada @TIP_Retunrns (TIP ETERNO) que, durante la destrucción por parte de los yihadistas de obras de arte asirias y mesopotámicas, trinó lo siguiente:
-¿Sabes que los yihadistas están matando cristianos?
-La guerra, es complejo.
-¿Y sabes que están destrozando obras de arte?
-Es intolerable, hay que intervenir ya.
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A Félix Rodríguez de la Fuente le hubiera producido un tremendo malestar contemplar como hoy en día hay veces en que se valora más la vida de un animal que la de un ser humano. El hombre que instauró en la conciencia social de millones de españoles el ecologismo, el naturalismo y el animalismo (entendidos como la protección de la naturaleza, la vida natural y los animales), era muy consciente de que todo está al servicio del hombre y de que los animales son seres vivos cuya existencia está supeditada a la supervivencia del homo sapiens. Para él la sociedad perfecta era la del hombre cazador del paleolítico superior, el hombre de las Cuevas de Altamira para entendernos, ya que su armonía con la naturaleza era total: de ella sacaba todo lo necesario para vivir, pero sin por ello explotarla y esquilmarla. Y aspiraba a que el hombre moderno acabara recuperando esa relación con el mundo que le rodea. Para el burgalés la naturaleza humana se formó «con la nieblas del amanecer, con el aullido del lobo, el rugido del león». De ahí que los animales, y todo lo que nos rodea que no sea artificial, forma parte de nuestra esencia, y en consecuencia hayan de ser respetados como se merece quien de una manera tan capital ha contribuido a nuestro progreso como especie.
Con esa filosofía de vida, es fácil comprender que Rodríguez de la Fuente no propugnaba el proteccionismo extremo. El naturalista era partidario de dejar hacer a la naturaleza, de no interferir en ella. El problema estribaba en que cuando los ecosistemas están excesivamente alterados por el hombre se hace necesaria una intervención para compensar y revertir en la medida de lo posible la huella del ser humano. Y la fórmula que encontró fue la de dotar a los animales de características humanas que los hicieran más cercanos y, por tanto, menos temibles. Un artificio ahora ya superado, pero que hace cuarenta años fue extraordinariamente eficaz y en el que radica gran parte de su mérito como comunicador.
El paradigma de esa humanización fue, indudablemente, el lobo, el animal emblemático para Rodríguez de la Fuente, al que denominaba como el hermano. El depredador en el que él veía la representación de su filosofía vital: noble, astuto, solidario, trabajador en equipo, organizado, social El lobo presenta muchas características humanas positivas, y Félix supo sacarlas partido para transmitir su idea de que es imprescindible que exista una especie fuerte que actúe como controladora de las demás, pero sin que ello suponga que se pierda el respeto a las más débiles.
Sus hallazgos humanizantes fueron variados y geniales la mayoría de las veces.
El zorro, por ejemplo, era maese raposo por ser el que reina en el sotobosque, en los ecosistemas más pequeños. La lechuza era el desratizador, apodo que se explica por sí mismo, y el búho real recibía el nombre de el gran duque o de el príncipe de la noche.
Pero hay más. Para un depredador poderoso e implacable como el lucio se sacó del ingenio el nombre de el temible cazador de las profundidades. Y, claro, el tiburón se convertía en el rostro de la muerte. El orangután era el hombre del bosque. Y el perezoso el triunfo de la apatía.
Félix tenía para todos. Cualquier animal era capaz de sugerirle algo, de recordarle algo. La tórtola común, ese ave viajera que llega en primavera y marcha con el final del verano recibía el sobrenombre de el relámpago azul. Cetreros y cazadores no tendrán un pero que poner al acertado mote. Los carroñeros tenían también su parte humanizada.
Algunos fueron verdaderamente originales. El tucán, por ejemplo, llamado en los episodios de El Hombre y la Tierra rodados en América como el payaso de la selva. O la entrañable ardilla, el acróbata del bosque. O el severo alimoche, al que conocía como el buitre sabio, por su habilidad para romper huevos de otras especies utilizando para ello piedras. Un comportamento único entre los butires.
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