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LORENA SANCHO
Martes, 18 de marzo 2014, 12:00
Siete de la mañana. José Delicado Baeza no acude puntual a su cita con los rezos en la capilla de la residencia que habita, la de las Hermanitas de la Caridad. Es raro, extraño. Nunca se retrasa en su faceta de madrugador. Las enfermeras del turno de noche llaman al teléfono de su habitación. Nadie responde. Les preocupa, mucho. La noche anterior había cenado con todos, normal. Vio los informativos de Castilla y León y se marchó a su cuarto. No había motivo para que no diera señales. Así que las enfermeras subieron a su cuarto. José Delicado Baeza había fallecido. Como él deseaba, sin apenas hacer ruido, sin sufrimiento y sin dar qué hacer. «La última gracia que él deseaba el señor se la ha concedido porque deseaba ir a ver al señor, desde hace un tiempo decía que los días que estaba viviendo eran de regalo», comenta Sor María José, madre superiora de las Hermanitas de los Pobres en Valladolid.
Ellas, las cuidadoras, las vigías de esta residencia (nueve actualmente), se encargaron de vestirle, de preparle para el sepelio. Casulla morada, mitra, un crucifico en el pecho y un rosario entre sus manos. Su féretro, con su cuerpo, presidió a las 12:30 horas de la mañana la eucaristía celebrada por las Hermanitas de los Pobres en su capilla. Residentes y fieles habituales a estas misas acudieron para despedir a Delicado Baeza de la que en los últimos doce años ha sido su casa en Valladolid. Aquí ha vivido como uno más. Sin ninguna distinción con respecto al resto de residentes. Una anécdota lo resume: Sor María José, actualmente superiora, acababa de llegar a la residencia, cogió el carro de la comida y empezó a repartir en la mesa de José Delicado Baeza. El arzobispo emérito le dijo: «hermana creo que se equivoca porque esta semana tiene que empezar por el otro lado del comedor». Sor María José, que desconocía la costumbre, le comentó que no sabía que fuera así pero que como estaba allí, empezaría por esa mesa. «No quiero que haga distinción», insistió Delicado Baeza. A la hermana, asegura, le dio una lección que no olvidó.
Hace doce años que monseñor, tras jubilarse, decidió vivir en la residencia del camino de Juana Jugán. Él tuvo claro que iba a ser uno más. Su ropa la echaba a lavar con la del resto de residentes, su plato recibía la misma comida que el resto. «Jamás hubo una queja por nada, fue un ejemplo para todos», insiste esta superiora. Aquí leía, escribía, paseaba y conversaba. Eran muchas, las visitas que recibía casi a diario.
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