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VIDAL ARRANZ
Viernes, 24 de enero 2014, 14:00
Su incuestionable prestigio profesional en todo el país llevó a Zapatero a nombrarla directora del Centro de Estudios Constitucionales entre 2008 y 2012, pero antes fue vocal en la Junta Electoral Central, y antes en la de Castilla y León. Paloma Biglino Campos es madrileña de nacimiento, del castizo barrio de Chamberí, pero vallisoletanísima de adopción. En esta ciudad ha desarrollado toda su carrera académica, desde sus inicios como becaria hasta alcanzar la condición de catedrática, siempre en la UVA. Mujer de ideas claras, prudente, firme defensora de lo público y de las bondades del sistema parlamentario, tan cuestionado hoy, en esta entrevista desciende a lo concreto y aporta no solo claves para entender, sino también ideas para actuar y plantar cara a los problemas.
La crisis ha hecho aflorar las limitaciones de nuestro joven sistema constitucional y hoy parece que no haya nadie que no quiera reformar nuestra democracia en un sentido o en otro.
Debemos ser muy cuidadosos y contextualizar los problemas. No tengo la impresión de que en Alemania, o en Holanda, donde no existe una crisis económica tan grave, se estén replanteando su modelo. Por eso no creo que sea correcto que nosotros nos lo replanteemos aunque pueda ser mejorable- cuando lo que han fallado son otras cosas. Para mí, lo que hay actualmente es una quiebra del Estado de derecho.
¿Hay que interpretar los casos de corrupción en esa clave?
Si analizamos lo que ocurre con los casos de corrupción vemos que lo que ha fallado no es el modelo, sino los controles sobre el poder público. Corregirlo probablemente no requiera grandes reformas. Lo que habría que hacer es acentuar los mecanismos de control que son característicos de la Europa democrática desde el siglo XIX y que se consolidan en el XX. Lo que vemos es que los mayores casos de corrupción afectan a entidades locales y comunidades autónomas que, por tratarse de instituciones nuevas o reformadas, en su momento establecieron sistemas de control inferiores a los que tiene la Administración del Estado.
Pues concretemos esto. ¿Qué es lo que habría que cambiar?
Hay instituciones de control que habría que reforzar, y una de ellas es el Tribunal de Cuentas. También habría que garantizar la independencia de las instituciones de control propias de las comunidades autónomas. Algunas ya son independientes, pero cuantas más lo sean, y cuanto más dispongan de medios económicos y financieros adecuados para funcionar, mejor. Además, ciertos cargos de la función pública, como el de director general, deben ser mucho más profesionales. Ahora los ocupan funcionarios, pero son de libre designación. Hay que impedir que el cambio de partido en el Gobierno conlleve el cambio de estas personas. Es lógico que un nuevo Ejecutivo necesite un equipo de su confianza política, pero la profesionalización de la función pública es una garantía esencial de independencia, y clave para el buen funcionamiento de los mecanismos de control.
Sin embargo, la demanda de más control y más supervisión choca con otra que también afecta a la actividad pública, que es la demanda demás flexibilidad, en busca de más eficacia.
No podemos aprovechar la crisis para desmontar el poder público. Y el poder público descansa sobre una función pública independiente en la que es esencial asegurar la profesionalidad. Uno de los grandes problemas a los que nos enfrentamos ahora es que la crisis y la crítica a los políticos está sirviendo para que gran parte de los ciudadanos desconfíen cada vez más de lo público, lo que coloca en franca crisis al Estado. Pero el Estado, en situaciones como la que vivimos, es el único que garantiza la justicia social. El único árbitro que evita que el pez grande se coma al chico. Porque si lo confiamos todo al sector privado, ahí lo que rigen son las reglas de la competencia y el beneficio.
Es preocupante que se esté extendiendo la idea de que tenemos una democracia deficiente «democracia incompleta» según la denominación de Vicenç Navarrocomo si nuestro sistema de libertades fuera de segunda. ¿Lo comparte?
Lo comparto a medias. En materia de libertades frente al Estado (libertad de expresión, libertad de manifestación) este país no tiene problemas. Es verdad que hemos vivido en el pasado algunos intentos de limitación, pero se han parado y tenemos un sistema que funciona. El problema es de participación política.
La sensación ciudadana de que ciertas decisiones le vienen impuestas desde fuera está en el origen de muchos problemas.
Los ciudadanos ven cómo se les imponen políticas que ellos no quieren, que no han votado, y que nadie les ha consultado. El pueblo español nunca ha votado los recortes que estamos sufriendo: ni en las elecciones de 2008, ni en las elecciones de 2011. Entonces, ¿por qué se nos imponen políticas que no queremos? Por una imposición que viene de la Unión Europea. La cuestión es ¿esto supone que no funciona el principio representativo, los partidos, o lo que no funciona es el Estado nacional, y tenemos que afrontar esta situación como algo derivado de la integración europea? Para mí, es más lo segundo.
La cuestión es interesante. ¿Qué margen queda para la soberanía nacional en un proyecto supranacional?
Evidentemente, nosotros hemos cedido soberanía. Y hemos admitido el límite del 3% de endeudamiento, y lo hemos metido en nuestra propia Constitución. Es verdad. Pero de ahí a lo que ha ocurrido en Chipre, donde no solo se han saltado el principio democrático, sino incluso la legalidad vigente, hay un abismo. Una cosa es que se exija a los Estados cumplir sus compromisos, y otra, que se les impongan políticas y medidas concretas. De todas formas, la clave es entender
que, como en estos momentos esas decisiones políticas ya no se toman en España, lo que hay que hacer es librar la batalla no dentro del país, sino en la Unión.Como está haciendo ahora el primer ministro italiano, Enrico Letta.Hay que buscar aliados y presionar para lograr que la UE cambie esta política, que creo que está conduciendo a unos resultados muy negativos, porque no ayuda a salir de la crisis.
Tampoco estaría de más reforzar la legitimidad democrática de la Unión Europea, y que las decisiones, que a veces se toman como de tapadillo, se adopten con luz y taquígrafos.
Es que todo se agrava por el problema de que a veces no sabemos de verdad quién toma las decisiones en el ámbito europeo. A veces proceden del Eurogrupo, que es una institución que apenas tiene formalización jurídica: un artículo de un protocolo anexo al Tratado de Lisboa. Otras veces son medidas que se toman en negociaciones con los Estados, y que se les imputan a ellos, pero que son impuestas por instituciones que no son transparentes y que no responden ante los ciudadanos. En la conformación de la voluntad de la Unión Europea siempre ha habido un déficit democrático. Pero está aumentando.
Es un déficit muy preocupante
Lo es. ¿Qué están haciendo el Parlamento europeo o el Consejo Europeo, que preside Herman Van Rompuy? No lo sabemos, no estamos informados. La Unión Europea está en una situación de gran tensión y tenemos instituciones que están desaparecidas. Otro grave problema es que las decisiones en estos momentos ya no se toman en la Unión, sino en determinados países de la Unión. Eso no es democrático, ni es la cesión de soberanía que hemos aprobado. Nosotros no hemos cedido nuestra soberanía a un país concreto, la hemos cedido a las instituciones europeas. Pero la crisis está sirviendo de excusa para que ciertas políticas que imperan en uno o varios países de la Unión se impongan al resto sin respetar los cauces de decisión democráticos.
Un entrevistado que le precedió, el historiador Pedro Carasa, afirmó literalmente que habría que cambiar los partidos políticos porque ahora son «máquinas de poder descaradas».
Tenemos una democracia representativa basada en la división del trabajo. Nosotros nos dedicamos a nuestras actividades personales, a la búsqueda de nuestra felicidad, y dejamos a una serie d profesionales, a los que elegimos cada cuatro años, la gestión de la política. Frente a esto está la democracia directa.
Pero ese es un modelo que nunca antes se ha aplicado.
Podemos mejorar un poco nuestra democracia representativa, pero, con el modelo social y económico que tenemos, es la única democracia posible. Entre otras razones, porque es la única que respeta otros principios, como la división de poderes o los derechos de la minoría. En una democracia directa siempre se impondrá la mayoría; solo en una democracia representativa se pueden respetar también los derechos de las minorías. Ahora bien, podemos intentar introducir algunos elementos de democracia directa, sobre todo a través del uso de las nuevas tecnologías. Pero los experimentos, en casa y con gaseosa.
Nuestra democracia se basa en la garantía de la igualdad, y la expresión de la voluntad popular a través de Internet choca con este principio, porque no todo el mundo tiene acceso a la Red.
Y además no tienes ninguna garantía de la libertad del voto en Internet, ni de la identidad del voto. Seamos realistas, siempre habrá instituciones que medien, y que pueden ser grupos de presión muy poco transparentes. Estos nuevos instrumentos están bien como formas de consulta complementarias. La cuestión es que estamos en una democracia y que cualquier mejora en la representación que nos planteemos pasa por una mejora en los partidos. No creo que haya que renunciar a ellos. No podemos volver a lo que ocurrió entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando se produjo un movimiento social muy crítico con las democracias y se optó por prescindir de las formaciones políticas. En esto soy muy clásica: yo reivindico partidos y parlamentos. Nos ha costado muchísimo llegar hasta aquí y no podemos renunciar a lo que nos han dado 300 años de historia.
Tampoco tenemos garantías de que la alternativa sea mejor
No, al revés. Las experiencias históricas nos demuestran que son muchísimo peores. Así lo evidencian las experiencias que hemos conocido en materia de referéndum. Todos los plebiscitos han dado muy malos resultados, porque son fáciles de manipular por quien los convoca. Y dan lugar a fenómenos autoritarios, como hemos visto en América Latina. Esto no quiere decir que el referéndum no pueda ser útil, pero no es ninguna panacea.
Pues si la única salida que nos queda es la de mejorar los partidos políticos, ¿qué podríamos hacer?
Hay medidas relativamente sencillas. Un mayor control económico y financiero de sus cuentas es fundamental. Tienen que ser mucho más transparentes. Pero, además, habría que abordar otras profundas mejoras desde el punto de vista de la democracia interna. Los partidos, poco a poco, se han ido profesionalizando, y han creado sus propias estructuras de poder. Y ya no sabes en función de qué toman las decisiones quienes los dirigen. No sabes si lo hacen en función de los resultados electorales o de su propia permanencia en el cargo. Porque si una persona ha dedicado toda su vida al partido, y no tiene otra actividad externa, es claro que dará la batalla hasta el final para mantenerse en el puesto.
No parece fácil cambiar esto. ¿Hay que esperar un movimiento autocrítico de los propios partidos, o pueden imponerse reformas desde fuera?
Cada uno de los partidos debe reformar sus propios estatutos. Pero también se pueden imponer medidas. Habría que meditarlo despacio, pero quizás sería bueno modificar el sistema de listas electorales. Ahora son cerradas y bloqueadas y podríamos desbloquearlas para que el elector pueda indicar un orden de preferencia entre las personas que componen la lista de la formación que ha decidido votar. Esta podría ser una buena medida para renovar la estructura interna de los partidos. No bastaría con dar la batalla dentro para ir de número uno, sino que también habría que darla fuera, ante el ciudadano. Al menos nos enteraríamos de quiénes nos representan y de qué hacen. Y, por supuesto, habría que extender el sistema de primarias.
Otra de las vías es caminar hacia un modelo como el norteamericano, donde los partidos tienen menos poder, y los parlamentarios gozan demás autonomía. Esta fórmula tiene inconvenientes, pero también ventajas.
Me remito a lo que ha ocurrido en América Latina.Allí copiaron el sistema presidencial norteamericano y lo que nos hemos encontrado son unas formas brutales de caudillismo, con una predominancia clara del Ejecutivo, y con unos parlamentos que no tienen ningún papel en la conformación de la decisión política del Estado. Y con fenómenos enormes de corrupción, porque es más fácil comprar a un parlamentario individual que al grupo. Antes de importar un modelo hay que tener cuidado, porque lo que funciona en un sitio no tiene por qué hacerlo en otro.
Al menos ese modelo desactivaría la actual rigidez de los partidos.
Una cosa es acabar con los grupos parlamentarios tal y como los conocemos ahora, y otra distinta es revisar la disciplina de grupo. Esto es algo que sí tendríamos que plantearnos. Aun dejando los partidos como están, ¿tenemos que admitir que el parlamentario esté ligado hacia el partido con un mandato imperativo? Este mandato imperativo está prohibido por la Constitución, pero lo estamos viviendo. Quizás podemos hacer frente al problema revisando esa disciplina de partido, que está conduciendo a situaciones de rigidez, de falta de libertad individual dentro de los partidos. Otra medida importante es plantearse, como ya se ha hecho en otros países, la limitación de mandatos. Sería buena para permitir una renovación de las élites de los partidos.
Otro de los debates que está sobre la mesa es el de la reforma electoral. Pero aquí hay todavía más discrepancia. ¿Es usted partidaria de avanzar hacia un sistema más proporcional, como muchos plantean, y como reclaman partidos como IU y UPyD?
Con la Ley Electoral hay que tener mucho cuidado porque marca las reglas del juego y es la que permite la alternancia en el poder. Si se modifica, siempre debe ser por un elevadísimo consenso, sino por unanimidad. Esto es fundamental. Porque toda reforma de la Ley Electoral es intencionada y un partido aceptará solo aquella reforma que crea que le permite ganar. En cualquier caso, hay que saber que un sistema electoral no solo debe garantizar la representación política, sino también la gobernabilidad.A mayor proporcionalidad, menor gobernabilidad. Eso es así. Aunque sí creo que habría que modificar algunas cosas.
¿Cuáles? Concretemos un poco.
Por ejemplo, el Senado. El cuerpo electoral que sirve de base para la elección del Senado tendría que estar basado en las comunidades autónomas, y no en las provincias. También se podría crear una circunscripción propia para los residentes en el extranjero, para que sus votos no alteren la mayoría expresada por quienes viven en España. Otra iniciativa que también se podría plantear es el recuento de los restos de los votos a nivel nacional. Esto ayudaría a partidos como IU o UPyD que obtienen poca representación pero que tienen restos muy elevados. Al computarlos globalmente les daría mayor presencia en el Parlamento nacional. Para ello habría que reservar un número de escaños del total para el reparto de estos restos, lo que probablemente también exigiría reformar la Constitución, que establece que la circunscripción electoral es la provincia. Son cuestiones de detalle.
¿Y los presupuestos participativos, que algunos ayuntamientos están explorando en el terreno de la gestión local? ¿Podrían ser interesantes para que los ciudadanos se vinculen con algunas decisiones relacionadas con el gasto?
No lo sé. Se han aplicado en otros países, especialmente en Brasil, en Porto Alegre, y no conozco los resultados. Lo que sí tengo claro es que la ejecución del presupuesto debe ser mucho más transparente. La información deben poder conocerla los ciudadanos y, sobre todo, los órganos de control, que tienen que poder saber en todo momento cómo se ejecuta un presupuesto.
El problema de los órganos de control es lo mucho ue tardan en controlar
Pero porque no hay medios suficientes, ni procedimientos adecuados. Las reglas están muy mal establecidas. Solemos pensar que los informes llegan con retraso, pero a menudo no es así: se cumplen los plazos, pero es porque los plazos son muy largos. Lo que hay que modificar son esos procedimientos. Quiero insistir es que en estos momentos las instituciones de control son fundamentales. A mí me preocupa mucho el Estado democrático, pero me preocupa mucho más el Estado de derecho. Y no hay Estado de derecho sin control. Y lo que está fallando en nuestro país son los instrumentos de control. Llevan fallando muchos años. Y de esos polvos vienen estos lodos.
En alguna entrevista usted ha planteado que la democracia, para funcionar, exige partidos que se diferencien y discrepen, pero también que sean capaces de llegar a acuerdos, porque sin acuerdos básicos esto no funciona.
Es verdad, pero no todo tiene que ser por consenso. En la época de la Transición el consenso funcionó muy bien, pero es que en aquel momento era imprescindible, porque había que crear un nuevo sistema desde la base hasta la cúspide. Aquello fue un consenso constituyente, y fue fundamental. Pero hoy no creo que sea necesario volver a eso. Tiene que haber diferencia de opiniones. Tiene que haber alternancia y tiene que haber debate. No puede haber unanimidad en un sistema democrático. Dicho eso, nuestro país necesita reformas, necesita mejoras, y ahí si que sería conveniente lealtad institucional. Como existe en otros países, como Alemania. Allí son capaces de anteponer en un momento dado los intereses del país a los intereses electorales a corto plazo.
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