

Secciones
Servicios
Destacamos
V. A.
Lunes, 9 de diciembre 2013, 13:00
No es fácil ser ángel. El cineasta Wim Wenders lo contó con delicada clarividencia en «Cielo sobre Berlín». Allí pudimos sentir la impotencia de unos seres condenados a conocer el drama de los hombres desde fuera. Acompañándoles, observándoles, pero sin poder alterar el curso de los acontecimientos.
Los ángeles de la noche de Valladolid carecen de alas. Y no tienen limitada la capacidad de sentir, ni la de sufrir. Pero comparten con ellos la impotencia de conocer, de estar ahí, de palpar los problemas, sin poder darles una solución definitiva. Acompañan a las personas sin techo, les ayudan en lo que pueden, aportan al drama una bebida caliente, alguna manta y un rato de conversación, pero deben aceptar que no está en su mano resolver los problemas con los que tratan. Y que se llevan a la cama, cada noche, tras unas horas de frío helador.
«Tenemos que aceptar que no somos Superman. No vamos a sacar a nadie de la calle», admite Eduardo Menchaca, el coordinador del programa Café Solidario, de Red Incola. Es ingeniero. Trabajó durante cinco años en una empresa harinera y descubrió que aquello no era lo suyo. «Decidí dar un cambio a mi vida, en busca de una mayor cercanía a la gente», recuerda. Y empezó a estudiar Trabajo Social. Hoy está en cuarto curso y combina sus libros con un contrato de media jornada en Red Incola. Junto a él, una treintena de voluntarios se ocupan, dos días a la semana, de aportar algo de calor humano a las noches de soledad y desamparo de medio centenar de sin techo.
No buscan el éxito. De hecho, si alguna de las personas con las que tratan lograra superar su situación, lo más probable es que no volvieran a saber de ella. Ni se enterarían. No es ésta una labor de voluntariado en la que sea fácil encontrar recompensas gratificantes. La satisfacción personal posible ha de apoyarse en los pequeños detalles, en el pálpito humano de esos minutos de convivencia, en los gestos de gratitud. En la ayuda ocasional que tengan la ocasión de prestar. También en la certeza de que la presencia personal ha rebajado un poco la espesura de la soledad de estos seres en la sombra, y ha dulcificado fugazmente la aspereza de su existencia. Como esas cerillas que la niña del cuento de Andersen enciende en busca de un calor efímero, pero imprescindible para alimentar la esperanza.
Repartidos en tres grupos, cada uno con una ruta distinta, estas ánimas solidarias salen a la calle armados solo con termos de café, galletas y magdalenas y, en según qué casos, con mantas o sacos de dormir. Su misión es ir de casa en casa, aunque la palabra 'casa' es sólo una forma de hablar. No hay puertas a las que llamar. O si las hay, son las puertas de un cajero automático, en cuyo interior se ha refugiado alguien con su mochila y sus cartones. En otros casos, la 'casa' está a la pura intemperie, en el exterior de algún portal protegido por una esquina.
Es el de Juan y María. Son una pareja peculiar. Los voluntarios de Incola les pillan sumergidos tras una pila de mantas, a las diez y media de la noche, intentando huir de un frío de menos dos grados. Aceptan de buen grado la visita y el caldo caliente. Son una de esas parejas de convivencia picajosa, pero entrañable. «Esto no es una discusión», explican con una sonrisa, «sólo es un pasatiempo». Hay que suponer que María conoce bien la diferencia, porque sufre una cojera que le regaló su ex pareja en forma de una paliza. «Me quería mucho», ironiza.
María vive de la Renta Activa de Inserción, una ayuda que se cobra durante un tiempo limitado y que no puede volver a solicitarse hasta pasado un año. Probablemente, Juan la ha estado cobrando, pero se le ha agotado y no podrá volver a pedirla hasta finales del año que viene.
Entretanto, se apañarán con los 400 euros de María. Una ayuda que viene acompañada de una exigencia por parte de la administración: debe abandonar la calle y buscar una residencia. Si no lo hace, la perderá. El reto, claro, es encontrar una habitación por 200 euros, que es el máximo que ellos pueden pagar. «Necesito el resto para vivir». Han buscado en el entorno de la estación de autobuses. Nada. Seguirán.
«Lo peor de estar en la calle es ver que los que más te fastidian son otros que están como tú», se lamenta María, que mide sus palabras porque se ha hecho el firme propósito de no decir tacos. La conversación es animada y se alarga más de lo que el frío de la noche aconseja. «¡Para una vez que tengo alguien con quien hablar distinto de ti!», le comenta María a su pareja.
La pregunta surge inevitable. ¿Por qué estar en la calle en vez de en el albergue? «Es solo para tres meses y luego te mandan fuera», explica Juan. La verdad es que pueden prolongar su estancia otros tres meses más, pero es una solución con fecha de caducidad. Algunos la han agotado, y otros piensan que no sirve de mucho malacostumbrarse a ciertas comodidades si el destino final es la calle.
Los voluntarios se van con una sensación agridulce. La situación de María y Juan no es envidiable, pero su talante sí. En medio de una existencia dura y descarnada brota con frecuencia la rara flor de la alegría pegada a la piel de la supervivencia. La alegría de vivir y de contar con la compañía de alguien. Todo muy básico y simple, muy elemental y muy verdadero.
En un cajero del entorno de la Plaza Mayor se refugia Valentín. Los inquilinos de la calle no escogen nunca una esquina al azar. Siempre hay un por qué. Este es pequeño, y por tanto, menos frío. Y la existencia de una máquina exenta, algo ruidosa pero que está en marcha toda la noche, le ayuda a caldear el ambiente. Además, su presencia no salta a la vista, lo que otorga una protección frente a las miradas, no siempre amables, de los extraños.
Valentín apenas habla. Parece reconcentrado en algún oscuro mundo interior. Pero acepta con gratitud las magdalenas y el caldo. No es que se sienta incómodo: sufre una enfermedad mental. «El 75% de las personas que están en la calle sufre alguna enfermedad física, por insuficientes cuidados médicos, y por la dureza de su propia situación. Los problemas de bronquios son comunes», explica Menchaca. «Y en torno a un 15% sufren enfermedades mentales». No son datos de ningún censo oficial, porque no existen, pero Eduardo lleva años en esto y conoce por su nombre a casi todos.
Pablo es otro de ellos. La comitiva le encuentra nervioso en la Plaza del Poniente. Tiene prisa por irse a su refugio, a dormir. Está helado. Comprensible. Los voluntarios también lo están, pero ellos se han desplazado hasta allí en coche, luego volverán a él, y al final de la jornada hallarán una cama caliente. Pablo no. Aún así acepta el abrigo del caldo y de la conversación. Se mueve inquieto y agitado, seguramente con ánimo de dar esquinazo al abrazo gélido de la noche, pero es cariñoso, e incluso entrañable. Eduardo le pregunta por otros sin techo. Este es un mundo sin dirección postal y, a veces, incluso sin teléfono. Pero todos se conocen.
Pablo es una excepción entre los sin techo porque cada día duerme en un lugar diferente. Lo común es que haya fidelidad a una zona y a un lugar. Salvo que la presión de los otros, de los que viven a la luz del día, no deje más salida que cambiar de alojamiento. El coche reanuda su ruta y aparca junto a la Cúpula del Milenio, emblema del nuevo Valladolid. Unos metros más allá, debajo del puente, aparece el otro Valladolid.
Un sorprendente cartel, escrito a mano, asegura que está Prohibido pasar. No es fácil hacerlo, y menos de noche. Unas improvisadas estructuras de madera permiten almacenar objetos y asientan algo parecido a unas camas que ocupan casi toda la plataforma disponible. El acceso ha de hacerse por una estrecha franja, que linda con la pendiente que conduce al cauce del río. Los habitantes de las sombras han instalado una estructura improvisada de cuerdas que intenta ser una protección frente al riesgo de accidentes. Mejor no probar su eficacia.
Los dos inquilinos del puente están avisados de la visita y reciben afectuosamente al grupo. Como si esos tenderetes provisionales fueran en realidad un hogar. Porque en realidad son su hogar. Acaban de tomar lo que parece una cena bastante frugal, aunque regada con algo de vino. Los dos son búlgaros, Nicolai y Tseno. Con ellos convive una tercera persona, pero no está. Eduardo les entrega dos sacos de dormir que sumarán a las mantas con las que libran su batalla diaria contra el frío y la humedad.
Nicolai pide en las iglesias de la zona. Tseno trabaja en lo que sale, en el campo fundamentalmente. Entre unas cosas y otras van tirando como pueden. No es ya que vean la botella medio llena, sino que han aprendido a ver luz en los puros restos de la botella. La sonrisa de Tseno es limpia, cariñosa y noble. Imposible pensar que no merezca una existencia mejor que esta.
Los ángeles de la noche se retiran a sus vidas con techo. Algunos aceptan sin drama los límites de su labor. Otros los sufren. «Sientes impotencia», reconoce Ángela, estudiante de danza, que lleva un mes en Café Solidario. Se apuntó porque quería conocer la otra cara de la realidad, la que no muestran los escaparates. Pero, quizás, nadie le advirtió de que, a veces, el conocimiento duele. Sabe que, acabada su labor, encontrará una habitación caliente y una vida confortable a la que agarrarse. A diferencia de esos otros seres de la noche que, como ángeles caídos, una vez perdieron el favor de los otros hombres. «No sabes qué hacer. Ves que lo que haces les ayuda, pero te sientes inútil. Es una sensación contradictoria», confiesa. Ninguna calefacción, ninguna cama, podrá eliminar del todo la fría desazón que se le ha pegado a la piel.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.