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ENRIQUE BERZAL
Sábado, 14 de septiembre 2013, 12:47
Las viejas lanzas tordesillanas, transmitidas de padres a hijos, se quedan en casa. Ya no las limpian ni las afilan, como antaño, los mozos para las fiestas. Ya no hace falta. Ya no se puede matar al Toro Vega». Era la queja publicada el sábado, 7 de septiembre de 1968, en El Norte de Castilla.
Presiones de todo tipo, especialmente de asociaciones de corte ecologista con destacada proyección internacional, habían conseguido evitar la muerte del astado en Tordesillas desde 1966; y así seguía dos años después, para desdicha de no pocos lugareños:
«Ahora, mire usted, ya esto no es como antes. La prueba es que cada año viene menos gente», se lamentaban al periodista: «El toro, ahora, tiene la vida ganada de antemano. Y el Toro Vega es, o era, la lucha de un buen atleta por la vida. Dicen que no se puede matar porque el toro sufre mucho. ¿Y esas corridas en que se les pincha una y otra vez, se les pica, se les apuntilla? ¿Ahí qué pasa?».
Aunque con retraso, el Ayuntamiento de Tordesillas se había visto obligado a cumplir la Orden Circular publicada por el Ministerio de la Gobernación en diciembre de 1963, que prohibía la crueldad en los festejos populares. Forzada por las quejas británicas contra el Toro Jubilo y la incisiva labor de denuncia de la Asociación contra la Crueldad en los Espectáculos (ACCE), dicha Orden advertía sobre «ciertos festejos populares, como son los denominados Toro de la Vega, Toro de Fuego, Fiesta de los Gansos, etc., que por ser causa de innecesario sufrimiento para los animales objeto de ellos, desdicen de nuestro nivel cultural y ofrecen, por tanto, un pretexto para que se organicen campañas de descrédito contra España».
Además de disponer la supresión de dichas fiestas «en un futuro», la circular recomendaba emprender «una inteligente campaña encaminada a persuadir a los vecinos del lugar respecto a que la desaparición de la fiesta viene exigida por razones de civilidad e interés nacional». Su aplicación en Tordesillas, empero, se retrasaría hasta 1966. Y eso que las presiones contra el Toro de la Vega venían de atrás.
Presiones remotas
Tanta repercusión generaron las imágenes del festejo de 1954 retransmitidas por el NO-DO, que diversos colectivos nacionales alzaron la voz denunciando la crueldad del espectáculo. El celebrado dos años después, concretamente el 11 de septiembre de 1956, seguido de cerca por 6.000 espectadores, estuvo acompañado de tal cantidad de jeeps, tractores, remolques y vehículos de motor, que algunos lo interpretaron como un auténtico alarde de brutalidad. La imagen de los tractores se repitió en 1957 y provocó una reacción inesperada.
En efecto, la Federación Española de Sociedades protectoras de Animales y Plantas, algunos medios de comunicación y sobre todo el conde de Bailén, Carlos Arcos y Cuadra, que además de ministro plenipotenciario y jefe de Información del Ministerio de Asuntos Exteriores será fundador y presidente, en 1960, de la Asociación contra la Crueldad en los Espectáculos (ACCE), redoblaron esfuerzos en contra del festejo:
«Es el día 16 de septiembre que viene celebrándose todos los años la fiesta denominada El Toro de la Vega (). Llevo años suplicando a las autoridades que apliquen las disposiciones en que taxativamente se prohíben tales espectáculos. Recientemente han sido incluidas estas gamberradas en la Ley de Vagos y Maleantes», escribía al gobernador civil de Valladolid, Antonio Ruiz-Ocaña Remiro, el 8 de septiembre de 1958, solicitándole la prohibición de un espectáculo que calificaba de «vergüenza».
Ruiz-Ocaña era consciente de las razones que avalaban misivas como la de Arcos y Cuadra, y así se lo reconocía por carta, el 25 de septiembre de ese mismo año, al director general de Política Interior, Manuel Chacón Secos: «Examinado el problema para el futuro, no he de ocultarte que habría que hacer la suspensión del espectáculo (del Toro de la Vega), con cierto tacto pues se trata de una tradición de siglos».
La puesta en marcha, en mayo de 1960, de la citada Asociación contra la Crueldad en los Espectáculos (ACCE) incrementó la presión contra el festejo tordesillano. De hecho, el mismo Conde de Bailén publicó en enero de 1961 un sonado alegato en la revista Pregón, titulado «Espectáculos crueles», que retomaba las cartas enviadas a las diversas autoridades y esgrimía enseñanzas pontificias contra «todo deseo de matar animales sin motivo justificado, toda crueldad inútil, toda dureza innoble hacia ellos». La batalla mediática estaba servida.
Defensores
Defensores del Toro de la Vega como Enrique Gavilán y, sobre todo, Eusebio González Herrera no tardaron en contestar. «Aunque la forma de matar al toro es cruel, brutal, esta muerte es su destino, porque, cada año, en Tordesillas se necesita su sangre derramada en la tierra. Por eso, una vez muerto, desde el que le ha visto pasar de lejos hasta el que ha hundido sus manos en las heridas del animal, sienten el placer de la posesión satisfecha que calma y libera», escribía Gavilán en El Norte de Castilla.
Mucho más explícito era González Herrera, que en el rotativo Libertad publicó «Un festejo tradicional: el Toro de la Vega, de Tordesillas, está vinculado a la Historia. Encarna lo más viril de Castilla, junto a la bravura del genio hispano». Acompañado de poemas de José María de Cossío («Tordesillas lidia un toro/que de la Vega se llama/porque se mata en la vega/ de la estepa castellana»), el artículo glosaba a los lanceros como «gladiadores helénicos», describía el alanceamiento como auténtico «aguafuerte goyesco» y calificaba al espectáculo en sí como «molino de viento del Quijote de la eterna Castilla». Y es que, según González Herrera, el de Tordesillas era «un festejo que encarna la bravura del genio hispano fiesta en que la fiera está en igualdad de condiciones que el hombre y donde no existe otro martirio que el de la pelea, de poder a poder, y que sólo dura unos instantes».
Aún más: como respuesta directa a lo publicado por el conde de Bailén, este mismo escritor dejó claro en El Norte de Castilla que «el animal sufre un noventa por ciento menos que en cualquier plaza de toros, en donde a veces los pinchazos pasan de veinte descabellos en esas tardes en que la espada no le acompaña la suerte».
Así las cosas, la Orden Circular de diciembre de 1963 no afectó al festejo tordesillano: en septiembre de 1964, el lancero Pedro Jiménez acabó con el toro a poca distancia de la carretera, y al año siguiente la lidia resultó aún más singular, según la crónica publicada en Libertad: primeramente se sacó a un toro que, por falta de visión, apenas salía de los corrales, por lo que se decidió sustituirlo por otro astado. Al llegar a la calle de San Antolín corneó a un mozo, que fue inmediatamente conducido a Valladolid: «El toro llegó hasta el puente y llegó a los corrales sin pena ni gloria. En vista de ello, se ató al verdadero toro de la Vega, el cual fue llevado desde el puente hasta el pueblo, fue soltado e inmediatamente lanceado, cuando la res se encontraba sin fuerza alguna».
Sin muerte
Fue entonces cuando la paciencia del Ministerio de la Gobernación se agotó, e instó al Ayuntamiento a suspender el festejo. Lo que ocurrió después lo relata de esta forma el Servicio de Información de la Guardia Civil de Valladolid, el 11 de septiembre de 1966:
«Al no conseguir la comisión de unos 30 individuos representando al Municipio, el Comercio, el Consejo Local de Falange Tradicionalista y de las JONS, etc., la autorización correspondiente del Excmo. Gobernador Civil, el día 8 salió una comisión integrada por el Alcalde, dos concejales y un miembro del Consejo Local de FET y de las JONS, quienes en Madrid cnsiguieron del Director General de Política Interior, señor Aramburu, influyese cerca del Gobernador Civil de esta provincia para que autorizara la celebración del festejo, lográndolo, si bien sujeto a una nueva modalidad y bastante restringido el modo de correrlo».
Denominada en el programa de aquel año simplemente como «Fiesta Tradicional», se celebró el 13 de septiembre y hubo de ser escoltada por fuerzas de la Policía Secreta, Policía Armada y Guardia Civil. Consistió en una suerte de encierro que, por no tolerar la muerte del toro, encrespó los ánimos de algunos aficionados: «Un bravo festejo castrado, sin nervio, sin aliciente», se lamentaba González Herrera.
A partir de ese momento, las informaciones sobre el Toro de la Vega apenas tuvieron eco en la prensa: en septiembre de 1969, por ejemplo, El Norte de Castilla lo despachaba con un párrafo más que escueto: «A las 10,30 de la mañana fue soltado, desde la Plaza Mayor de la villa, el Toro Vega, el cual, durante más de una hora fue toreado por caballistas de toda la comarca, en los pinares cercanos a la localidad».
Así se mantuvo hasta 1970, año en que el cambio de autoridades, la influencia de personalidades como Gregorio Marañón Moya (presidente de las salmantinas Semanas Internacionales del Toro de Lidia), Antolín de Santiago Juárez (subdirector general de Cultura Popular y Espectáculos), y el secretario particular del gobernador de Salamanca, las presiones de aficionados y la labor de las autoridades locales lograron recuperar el festejo según la modalidad «tradicional»; es decir, acabando con la vida del astado.
Según El Norte de Castilla, aquel 18 de septiembre de 1970 fueron 14.000 las personas que presenciaron la persecución y muerte del Toro de la Vega.
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