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ANA SANTIAGO
Lunes, 25 de junio 2012, 09:49
Ya solo están las manos. Ni el tañir lejano de unas campanas ni el monótono canto de los pájaros al irse el día. Tampoco la luz del sol rompiendo las nubes. Tampoco el mar tiene color o sonido. Cuando se ha perdido la vista y además no se ha conocido el sonido, la existencia se mueve en una oscuridad silenciosa incomprensible para quienes disfrutan de ambas capacidades o de alguna. La vista y el oído son los dos sentidos de la distancia y de la interpretación del mundo. Una persona que los ha perdido o no los ha tenido nunca no suma dos discapacidades sino que se envuelve en una telaraña de incomunicación, dificultad de aprendizaje y relación, en un universo en el que el entendimiento no encuentra el rumbo.
Ni vista ni oído. Hay más de mil personas en Castilla y León sordociegas e, inevitablemente por ello, también mudas. Al menos esas son las estimaciones de un colectivo invisible para las administraciones y sin voz para una sociedad que ni tan siquiera se ha molestado en contabilizarlos y el dato, el millar, es una estimación por prevalencia de patología. La Asociación de Sordociegos de Castilla y León, Asocyl, solo suma treinta entre sus socios, solo puede hacer llegar la ayuda y los intérpretes a treinta.
El cambio
Claudio y Patricia comparten la sordera y apenas disfrutan, y no por mucho tiempo, de un resto de vista, un campo visual limitado a un estrechísimo y nublado círculo que, bien orientado, les deja al menos percibir una luz, intuir un obstáculo. Ambos son sordos desde el nacimiento y ciegos desde la adolescencia o juventud. Su problema tiene nombre, uno muy habitual como causa de esta carencia sensorial dual, síndrome de Usher.
Hace un año que se han casado. Cambio de casa, de rutinas, de experiencias, de entorno, de barreras. Conviven solos, sin familia aunque sus visitas frecuentes ayudan, en un hogar que han construido no solo a la medida de sus dificultades sino a la de las personas que ven y oyen. La normalización a los ojos de los demás es casi una obsesión y su vivienda, como la de cualquier pareja recién casada, tiene fotografías de su boda, múltiples figuras de adorno y cuadros algunos hechos en talleres específicos por Patricia y espejos... llamativamente limpia y ordenada. «Tenemos mucho tiempo para ocuparnos de ella», casi se burla de si misma Patricia; aunque inmediatamente añade que «el mérito no es mío, tenemos mucha ayuda y queremos que resulte agradable para la gente que viene a casa».
Cada uno necesita su intérprete. Juan Carlos Santiago y Ciara Fonseca trasladan su peculiar mundo a la palabra tras recibirlo con las manos. Claudio y Patricia aprendieron el lenguaje de los sordos cuando aún veían y es toda una ventaja de comunicación porque cuando la ceguera los invada por completo tendrán que limitarse solo al tacto, ya no valdrán los movimientos expresando ideas. Entre ellos, la conversación fluye incluso a más velocidad que la verbal, se corrigen y se quitan 'la palabra' para completar ideas. El tacto, una necesidad continua. No buscan el rostro de las personas para conocerlas, pero quieren poner su mano sobre el brazo para saber que están ahí.
Sus vidas ya estaban juntas antes de conocerse. El factor genético es indudable en ambos casos. Ella tiene un hermano y Claudio un gemelo y otro mayor sordomudos. Este último, además, tiene asociada una discapacidad mental que la incomunicación le añadió.
Patricia. Patricia Zorita tiene 40 años y nació en La Bañeza (León). Fue la sordera la que trajo sus pasos a Valladolid en busca de un colegio especializado en el que estuvo interna. Nunca oyó y la ceguera comenzó a llenar primero sus noches, una oscuridad «en la que me agarraba a mis padres, para cualquier cosa, tenía una gran inseguridad».
Distintas ciudades, numerosos médicos, nuevas pruebas... sus padres no querían rendirse pero «tenía esta variedad de la retinosis pigmentaria y era progresiva». Pese a todo Patricia, que no ha perdido fuerza emocional alguna, logró acabar sus estudios de informática y administración. «Lo pasé mal, muy mal». Ni profesores ni compañeros conocían a lo que se enfrentaban y, al silencio y oscuridad de sus días, se sumó la incomprensión de un mundo que la aprisionaba. A punto de dejarlo «muchas veces»; pero no es mujer de abandonar nada, solo hay que sentirla, siguió hasta conocer los secretos de la informática que, si no le han dado una oportunidad laboral, sí al menos un lugar de comunicación con otras personas mientras disfrute de ese resto de vista. Entre sus recuerdos adolescentes, cuando «me llamaban torpe porque en el gimnasio del colegio tropezaba con algo, 'no lo he visto, no lo he visto', decía, pero no por despiste como lo dicen los demás, es que yo no lo había visto». Y ahora se pregunta «¿tanto sacrificio para qué?; incluso «empecé a hacer prácticas en la ONCE pero era poco eficaz, prometí adaptarme, mejorar, pero nada... fue mi única experiencia profesional».
La pensión de invalidez resolvería torpe pero como único asidero su vida, y también la de Claudio. A él, un malagueño afincado entonces en el País Vasco, «lo conocí hace cinco años a través de una actividad de la asociación Asocyl. A partir de ahí, o iba yo a Bilbao o él venía a Valladolid y nos comunicábamos por internet». Desde el principio, confiesan ambos, desde el principio... aclara Claudio que buscó información sobre cómo hacer aquello de estar siempre con ella. Porque en su mundo, el conocimiento de las costumbres sociales, culturales... no son rutina, no son conocimientos asumidos. Es extraño. Por eso, Claudio compró con ayuda un anillo que le ofreció cambiar a Patricia «por cualquier cosa si no le gustaba»; pero sí supo decirle que él ya solo quería estar con ella. Y ella, muy claro: «nos casamos», concluyó.
Miedo
Y llegó la nueva vida que ahora sostienen, con un miedo, un profundo temor que asola sus pensamientos sin tregua, el de todas las personas que padecen su mismo síndrome. «Un día, en cualquier momento y sin avisar, de golpe, puede ser mañana, dentro de un mes o de un año, pero va a llegar seguro, de pronto no veremos nada, nos quedaremos ciegos por completo». Y esta insignificante luz actual que aún les ayuda a saber quién por el número de veces y cuándo por la luz intermitente encendiéndose en la casa llama al timbre, o a reconocer que la cocina vitrocerámica está encendida, o a apreciar que comienza a perderse el día y que hay que volver a casa con pasos algo más seguros porque la noche apaga totalmente sus ojos. Todo se perderá y la vida les habrá robado por completo sus sentidos dejándolos solo al amparo de las manos y de lo ya aprendido. Comparten ese miedo que ya conocen en otros sordociegos «no queremos pasar lo que ellos sufren», ni ver ni oír nada.
Y el miedo a un amanecer ciego del todo despierta algún desconocido sentido ubicado en la inteligencia más intuitiva y emocional para querer absorber imágenes, llenar la cabeza de fotografías y recuerdos, aprender y retener los colores del mundo, sus formas para conservarlas en la memoria de un ciego que es sordo, de un sordo que es ciego. Quieren viajar, conocer, captar. Vivir.
Los traductores se convierten en sus ojos y sus oídos, y no les es suficiente con relatarles lo que ocurre, por ejemplo en un partido de fútbol. «Tenemos que describirles el lugar donde están, las banderas, las caras pintadas con ellas de los aficionados y el partido con detalle... y ellos lo viven, no sé bien cómo, pero lo disfrutan».
A estas personas, sobre todo cuando los dos sentidos los han abandonado por completo, les es imprescindible el apoyo de un asistente. La compra, los papeles del banco, la peluquería, el médico... para todo necesitan ayuda son otro mundo y no pueden comunicarse ni como un ciego ni como un sordo», explican los traductores.
Claudio. Claudio Santana de 43 años, tiene un extraño, casi extravagante, recuerdo soñado. Tendría unos 20 años cuando un mosquito le picó en el ojo y se llevó su vista. Ahora, ya solo quiere vivir para Patricia, aprende con ella a cocinar o limpiar y la angustia vence más sus paso que los de ella: «ya no veo de un ojo y tengo miedo de que cuando no vea nada cambie, mi forma de ser, de sentir, que no sea yo, no sabré qué hacer, cómo vivir, lo tengo siempre en mente».Ya solo están las manos. Ni el tañir lejano de unas campanas ni el monótono canto de los pájaros al irse el día. Tampoco la luz del sol rompiendo las nubes. Tampoco el mar tiene color o sonido. Cuando se ha perdido la vista y además no se ha conocido el sonido, la existencia se mueve en una oscuridad silenciosa incomprensible para quienes disfrutan de ambas capacidades o de alguna. La vista y el oído son los dos sentidos de la distancia y de la interpretación del mundo. Una persona que los ha perdido o no los ha tenido nunca no suma dos discapacidades sino que se envuelve en una telaraña de incomunicación, dificultad de aprendizaje y relación, en un universo en el que el entendimiento no encuentra el rumbo.
Ni vista ni oído. Hay más de mil personas en Castilla y León sordociegas e, inevitablemente por ello, también mudas. Al menos esas son las estimaciones de un colectivo invisible para las administraciones y sin voz para una sociedad que ni tan siquiera se ha molestado en contabilizarlos y el dato, el millar, es una estimación por prevalencia de patología. La Asociación de Sordociegos de Castilla y León, Asocyl, solo suma treinta entre sus socios, solo puede hacer llegar la ayuda y los intérpretes a treinta.
El cambio
Claudio y Patricia comparten la sordera y apenas disfrutan, y no por mucho tiempo, de un resto de vista, un campo visual limitado a un estrechísimo y nublado círculo que, bien orientado, les deja al menos percibir una luz, intuir un obstáculo. Ambos son sordos desde el nacimiento y ciegos desde la adolescencia o juventud. Su problema tiene nombre, uno muy habitual como causa de esta carencia sensorial dual, síndrome de Usher.
Hace un año que se han casado. Cambio de casa, de rutinas, de experiencias, de entorno, de barreras. Conviven solos, sin familia aunque sus visitas frecuentes ayudan, en un hogar que han construido no solo a la medida de sus dificultades sino a la de las personas que ven y oyen. La normalización a los ojos de los demás es casi una obsesión y su vivienda, como la de cualquier pareja recién casada, tiene fotografías de su boda, múltiples figuras de adorno y cuadros algunos hechos en talleres específicos por Patricia y espejos... llamativamente limpia y ordenada. «Tenemos mucho tiempo para ocuparnos de ella», casi se burla de si misma Patricia; aunque inmediatamente añade que «el mérito no es mío, tenemos mucha ayuda y queremos que resulte agradable para la gente que viene a casa».
Cada uno necesita su intérprete. Juan Carlos Santiago y Ciara Fonseca trasladan su peculiar mundo a la palabra tras recibirlo con las manos. Claudio y Patricia aprendieron el lenguaje de los sordos cuando aún veían y es toda una ventaja de comunicación porque cuando la ceguera los invada por completo tendrán que limitarse solo al tacto, ya no valdrán los movimientos expresando ideas. Entre ellos, la conversación fluye incluso a más velocidad que la verbal, se corrigen y se quitan 'la palabra' para completar ideas. El tacto, una necesidad continua. No buscan el rostro de las personas para conocerlas, pero quieren poner su mano sobre el brazo para saber que están ahí.
Sus vidas ya estaban juntas antes de conocerse. El factor genético es indudable en ambos casos. Ella tiene un hermano y Claudio un gemelo y otro mayor sordomudos. Este último, además, tiene asociada una discapacidad mental que la incomunicación le añadió.
Patricia. Patricia Zorita tiene 40 años y nació en La Bañeza (León). Fue la sordera la que trajo sus pasos a Valladolid en busca de un colegio especializado en el que estuvo interna. Nunca oyó y la ceguera comenzó a llenar primero sus noches, una oscuridad «en la que me agarraba a mis padres, para cualquier cosa, tenía una gran inseguridad».
Distintas ciudades, numerosos médicos, nuevas pruebas... sus padres no querían rendirse pero «tenía esta variedad de la retinosis pigmentaria y era progresiva». Pese a todo Patricia, que no ha perdido fuerza emocional alguna, logró acabar sus estudios de informática y administración. «Lo pasé mal, muy mal». Ni profesores ni compañeros conocían a lo que se enfrentaban y, al silencio y oscuridad de sus días, se sumó la incomprensión de un mundo que la aprisionaba. A punto de dejarlo «muchas veces»; pero no es mujer de abandonar nada, solo hay que sentirla, siguió hasta conocer los secretos de la informática que, si no le han dado una oportunidad laboral, sí al menos un lugar de comunicación con otras personas mientras disfrute de ese resto de vista. Entre sus recuerdos adolescentes, cuando «me llamaban torpe porque en el gimnasio del colegio tropezaba con algo, 'no lo he visto, no lo he visto', decía, pero no por despiste como lo dicen los demás, es que yo no lo había visto». Y ahora se pregunta «¿tanto sacrificio para qué?; incluso «empecé a hacer prácticas en la ONCE pero era poco eficaz, prometí adaptarme, mejorar, pero nada... fue mi única experiencia profesional».
La pensión de invalidez resolvería torpe pero como único asidero su vida, y también la de Claudio. A él, un malagueño afincado entonces en el País Vasco, «lo conocí hace cinco años a través de una actividad de la asociación Asocyl. A partir de ahí, o iba yo a Bilbao o él venía a Valladolid y nos comunicábamos por internet». Desde el principio, confiesan ambos, desde el principio... aclara Claudio que buscó información sobre cómo hacer aquello de estar siempre con ella. Porque en su mundo, el conocimiento de las costumbres sociales, culturales... no son rutina, no son conocimientos asumidos. Es extraño. Por eso, Claudio compró con ayuda un anillo que le ofreció cambiar a Patricia «por cualquier cosa si no le gustaba»; pero sí supo decirle que él ya solo quería estar con ella. Y ella, muy claro: «nos casamos», concluyó.
Miedo
Y llegó la nueva vida que ahora sostienen, con un miedo, un profundo temor que asola sus pensamientos sin tregua, el de todas las personas que padecen su mismo síndrome. «Un día, en cualquier momento y sin avisar, de golpe, puede ser mañana, dentro de un mes o de un año, pero va a llegar seguro, de pronto no veremos nada, nos quedaremos ciegos por completo». Y esta insignificante luz actual que aún les ayuda a saber quién por el número de veces y cuándo por la luz intermitente encendiéndose en la casa llama al timbre, o a reconocer que la cocina vitrocerámica está encendida, o a apreciar que comienza a perderse el día y que hay que volver a casa con pasos algo más seguros porque la noche apaga totalmente sus ojos. Todo se perderá y la vida les habrá robado por completo sus sentidos dejándolos solo al amparo de las manos y de lo ya aprendido. Comparten ese miedo que ya conocen en otros sordociegos «no queremos pasar lo que ellos sufren», ni ver ni oír nada.
Y el miedo a un amanecer ciego del todo despierta algún desconocido sentido ubicado en la inteligencia más intuitiva y emocional para querer absorber imágenes, llenar la cabeza de fotografías y recuerdos, aprender y retener los colores del mundo, sus formas para conservarlas en la memoria de un ciego que es sordo, de un sordo que es ciego. Quieren viajar, conocer, captar. Vivir.
Los traductores se convierten en sus ojos y sus oídos, y no les es suficiente con relatarles lo que ocurre, por ejemplo en un partido de fútbol. «Tenemos que describirles el lugar donde están, las banderas, las caras pintadas con ellas de los aficionados y el partido con detalle... y ellos lo viven, no sé bien cómo, pero lo disfrutan».
A estas personas, sobre todo cuando los dos sentidos los han abandonado por completo, les es imprescindible el apoyo de un asistente. La compra, los papeles del banco, la peluquería, el médico... para todo necesitan ayuda son otro mundo y no pueden comunicarse ni como un ciego ni como un sordo», explican los traductores.
Claudio. Claudio Santana de 43 años, tiene un extraño, casi extravagante, recuerdo soñado. Tendra unos 20 años cuando un mosquito le picó en el ojo y se llevó su vista. Ahora, ya solo quiere vivir para Patricia, aprende con ella a cocinar o limpiar y la angustia vence más sus pasos que los de ella: «ya no veo de un ojo y tengo miedo de que cuando no vea nada cambie, mi forma de ser, de sentir, que no sea yo, no sabré qué hacer, cómo vivir, lo tengo siempre en mente».
Día Internacional
El 27 de junio es el Día Internacional de las Personas Sordociegas. Con tal motivo, la asociación castellano y leonesa que representa a este colectivo, Asocyl, celebrará un acto en el Hotel Silken-Juan de Austria a las 17:30 horas para recordar que este colectivo existe y, aunque es escaso en su peso cuantitativo, sus necesidades asistenciales son muy importantes porque su dependencia es muy grave, especialmente cuando ya han perdido por completo ambos sentidos y la incomunicación es total. De no recibir ayuda, muchos ellos degeneran en patologías mentales por aislamiento más graves. Su principal necesidad, la de que se conozcan bien sus necesidades y se dé respuesta a las mismas. Precisan un asistente personal, pero no les llega.
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