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ANGÉLICA TANARRO
Martes, 20 de septiembre 2011, 21:42
Hay algo muy exacto en el título de este libro. Los protagonistas de estos 'Cuentos del desamparo' son eso, seres desamparados. Seres a los que el mundo alrededor los ha vuelto frágiles, que se van difuminando en un tiempo que ya no les pertenece. Resistentes. A la fuerza anacrónicos, pero vivos aún y dispuestos a no ceder su sitio hasta el final.
Tomás Val (Marcillo de Bureva, Burgos, 1961) novelista y columnista de EL NORTE DE CASTILLA fue enlazando estas historias, que le pertenecen de forma muy especial, en los descansos de la novela que le ocupa desde hace tiempo. El mundo rural en decadencia que pone el marco a la existencia de Gildos, de Enrique, de Santos o Manuel es Marcillo, el pueblo natal del autor, explícitamente nombrado. Y como a sus protagonistas, algo se le escapa del paisaje de su niñez, se aleja como se alejan los habitantes de tantos pueblos de Castilla que conocieron la despoblación y en ocasiones la completa desaparición.
«Creo que este libro es como una despedida. No creo que escriba mucho más sobre este mundo. Desgraciadamente me estoy alejando de mi pueblo y no solo físicamente. Es un mundo que se me ha escapado. Que ya no me pertenece. Toda esa gente que se ha ido... Pero es una despedida que tiene el tono y los ojos del hijo pródigo».
Podría ser Marcillo o cualquier otro pueblo donde ya no tañen las campanas de la iglesia, porque el cura se fue hace mucho tiempo, y donde tampoco juegan los niños en las calles porque la escuela es, como mucho, un nombre viejo para unas paredes que se arruinan. Hay mucha vejez en estas historias, y una mirada nada sensiblera ni condescendiente pero sí comprensiva sobre los que a pesar de todo decidieron quedarse, porque no tenían a dónde ir o porque el pueblo los contuvo con una extraña fuerza.
«Es que a pesar de ese desamparo defiende su autor todos se agarran a alguna esperanza. Todos han perdido el tren de la modernidad pero les sujeta una ilusión. La que sea, la de morir en su casa, la ilusión de tener una mujer...». Personajes que nacieron a remolque del título que fue lo primero que le llegó a Val cuando hace dos años empezó a escribir estas historias en las que por debajo de la anécdota, hay una reflexión sobre las pérdidas.
«Es que, hagamos lo que hagamos, todo está perdido. Pero me gustaría pensar que lo he conseguido. He tratado de mirar pausadamente a las cosas importantes de la vida. Y esas son las que suceden en la intimidad. Wall Street puede caer pero los cambios que nos importan se producen dentro de casa y tienen que ver con que si un hijo está enfermo, con hacerse viejo... Lo otro es atrezzo, ruido».
En ese reflejar un mundo en retirada resuenan las voces de los que le precedieron en la tarea. Le menciono a Luis Mateo Díez.
«Está, está, claro que está. Porque ¿cuánto se tarda de escribir un libro? Todos los años que duraron tus lecturas. Y aquí están mis lecturas no sólo de Mateo Díez, resuena también Delibes. Y no voy a ser tan presuntuoso de decir que este libro es un homenaje a Miguel Delibes, pero evidentemente él está de alguna manera, como lo están John Berger y tantos otros».
Pero como el mundo que refleja el libro, también esta deriva literaria, reflejada en otras obras del autor como 'Cuentos del nunca más' está a punto de desaparecer. O eso al menos piensa el autor de 'El secreto del agua' que seguirá enganchado a los relatos. «Es un género que me resulta fácil y hay otras historias llamando a la puerta».
Visita guiada a un mundo que agoniza
En la novela que estos días le tiene ocupado a Tomás Val, los muertos resucitan y vienen a dar avisos a los vivos. En cambio, en estos 'Cuentos del desamparo', como en las mejores piezas de este subgénero narrativo que podrían constituir las crónicas de un mundo que agoniza, contadas por quienes aún llegaron a tiempo de vivirlo, los muertos se confunden un poco con los vivos. En esa frontera entre la vida y la muerte, que tiene su culminación en el relato que cierra el libro, 'Gildos' (un recién nacido y un casi centenario en un paradójico frente a frente) Tomás Val consigue su mejor prosa. Quizá porque en esa búsqueda de lo esencial a que obliga el cuento, en ese despojarse de estructuras y tramas y concesiones inevitables al lector, queda desnudo lo que nos empuja a escribir la historia. Se engaña un poco el autor cuando asegura que el libro no existe hasta que el lector lo hace suyo. Cierto es que esa última mirada lo cierra, lo construye al mismo tiempo, le pone color y a veces intención. Pero estos cuentos incluido el más fantástico del comienzo que anuncia un tono algo mágico que luego se reconduce hacia el realismo, incluido también el ambientado en Palestina ( «son pueblos tan parecidos, uno sometido por la guerra, por Israel, otro por el tiempo», dice) han nacido con la fuerza de lo que está muy sentido y madurado. Creer en lo que se cuenta es siempre una garantía.
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