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En ésas andamos
UN ÁNGULO ME BASTA

En ésas andamos

Unas cuantas lecturas para conjurar los fantasmas del olvido y arraigar en la tierra de los padres

FERMÍN HERRERO

Sábado, 23 de enero 2010, 01:59

Aun considerándolo un novelista irregular, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa es una de mis debilidades narrativas. Y no sabría decir por qué. Acaso sea ese el motivo por el que frecuento su prosa afilada, impropia de una tierra propicia al barroquismo y lo selvático. 'El material humano' (Anagrama) es seguramente su libro más híbrido, al menos de lo que conozco de su obra, publicada hasta ahora casi en su totalidad por Seix Barral. Híbrido porque, al margen de moverse entre lo histórico, lo ficticio y lo personal como acostumbra el autor, partiendo de una novela de investigación que se queda en conato, deriva en una especie de diario con saltos temporales; y en él caben desde confidencias íntimas, y aun domésticas, a un extracto de fichas, por orden alfabético, de un archivo de Delitos Políticos de la antigua policía secreta, perteneciente a los años del terror, extremadamente violentos, pasando por anotaciones laterales en las hojas adjuntas de los cuadernillos que utiliza el narrador o citas de Voltaire que ocupan una página.

Ahora bien, lo que aparenta ser el meollo del argumento: la revisión de un secuestro que afectó a su familia, en concreto a su madre, mediante la investigación en los archivos policiales, ahora ordenados y catalogados en un proyecto de recuperación, entre otros, por antiguos guerrilleros presuntamente responsables del mismo, pese a que en su día se atribuyó a fuerzas paramilitares; y la fijación en la persona del que entonces era meticuloso funcionario y Jefe del Gabinete de Identificación , se frustra, se desinfla, y con ello la trama narrativa, muy poderosa, entre policíaca y kafkiana, y el libro se atomiza, deviene en un collage con mucho de diario de escritor que poco tiene que ver con la convulsa y soterrada guerra civil que asoló Guatemala. Y de paso otros países centroamericanos, porque en sus inicios 'El material humano' prometía ser una mirada sin maniqueísmos sobre los conflictos ideológicos que han devastado brutalmente la zona. Por el contrario, Rey Rosa traslada la acción a Europa, viaja a la Toscana, pasa una temporada en la casa parisina de Miquel Barceló y rememora su estancia tangerina junto al que fue su gran amigo Paul Bowles. Y entonces sólo interesa, me temo, a los que somos muy aficionados a los avatares de su vida y de su obra.

Entretenida, meritoria en su sencillez, la narración -de la estirpe de Sebald, salvando las distancias, con fotografías incluidas- de la catalana Mercè Ibarz, 'La tierra retirada' (Minúscula), que ahora, dieciséis años después de su publicación, se traduce al español. A vueltas con los regresos de la autora, durante veinticinco años, a su pueblo aragonés, cercano a Fraga, el texto contempla las transformaciones copernicanas de la vida rural, de las costumbres sociales y familiares, de las tareas del campo, sin olvidar una mirada al negro futuro agrícola, con presagios que se han ido cumpliendo. Oscila entre la nostalgia y el desarraigo, pues va desde la existencia entre los animales: la trilla con las mulas, el miedo a la matanza, los gatos, gallinas y yeguas, hasta las directrices de la PAC de Bruselas que obligan a dejar las tierras paradas (de ahí el título) para recibir subvención; desde el señalado año de 1968 en el que a sus catorce años la narradora se va por vez primera del pueblo, sumido en la miseria del incipiente desarrollismo, a estudiar, hasta la bonanza económica, las macrodiscotecas y el racismo hacia los temporeros de la fruta a finales del siglo XX, en la Europa del bienestar. Hacia el final del relato, Ibarz reflexiona sobre su constante retorno a las raíces y concluye que «el paisaje conforma la estructura del sentir», lo que efectivamente constituye uno de los méritos del libro. La tierra retirada no alcanza, desde luego, el interés literario de la sutil y honda nouvelle 'La isla', del triestino Giani Stuparich, lo más reciente que he leído dentro de la ejemplar colección 'Paisajes narrados', pero tiene valor indudable como documento, como testimonio.

Ha vuelto a las librerías 'Dora Bruder' (Seix Barral), la novela de Patrick Modiano, al menos otras tres tiene en Anagrama donde se acaba de traducir también 'Villa Triste', que más me ha llegado. Tiene la escrupulosa meticulosidad, objetiva, de 'Un pedigrí', y su habitual disección sin anestesia del colaboracionismo francés durante la ocupación alemana, pero también la desolación de unas vidas, de una época. Con maestría en el manejo del tiempo, a partir del recorte de un periódico que funciona como resorte narrativo, el relato avanza en torno a las pacientes pesquisas sobre la existencia de una adolescente desaparecida. Primero se averigua que era hija de emigrantes judíos, pobres, que se asentaron en un barrio obrero, y de ahí las indagaciones conducen a la reconstrucción de unos personajes a merced de las ventoleras de los dos conflictos mundiales y del convulso periodo de entreguerras cuyo rastro se pierde en un convoy que se dirige a Auschwitz.

Esta segunda edición cuenta con un prólogo del narrador vallisoletano, poeta y editor Adolfo García Ortega. Y desde luego, un aire a Modiano tiene por ejemplo su novela 'El comprador de aniversarios' (Seix Barral). 'Dora Bruder' es, pues, una llamada ética a desentrañar, como sucedía con la obra de Rey Rosa, la memoria familiar y colectiva, los vínculos, que nos deja conmovidos. No es el argumento lo sustancial, sino cómo nos atañe. Una novela de apariencia leve, pero clarividente.

Antes de su fallecimiento, el ya casi centenario José Antonio Muñoz Rojas compiló, junto a Clara Martínez Mesa, la que consideraba su obra poética completa, autorizada y revisada, bajo el título 'La alacena olvidada' (Pre-textos). Hay quien sostiene que la obra en prosa de este autor antequerano contiene más poesía que sus textos en verso, en particular su celebrada y reeditada Las cosas del campo, pero nos parece una afirmación exagerada. No cabe duda de que la lírica de Muñoz Rojas, siempre en la estela de las «pocas palabras verdaderas» del dictum de su admirado Antonio Machado, puede pecar de excesiva uniformidad en su intrínseca llaneza -Leopoldo Panero, al que dedica un sentido poema tras su muerte repentina, es otro de sus indudables guías- y a este respecto no deja de sorprender que el apartado 'Dedicatoria y divertimentos' esté a la misma altura, si no más, que el resto del libro, y que esta igualación con la poesía de circunstancias quizás sea un síntoma, no sé si bueno o malo, de esa uniformidad.

Y sin embargo, según avanza la obra, es apreciable el hecho de que su verso se vaya depurando de retórica -en la que el poeta, como por ejemplo en el manejo del soneto, era un virtuoso-, se vaya ensimismando en lo esencial metapoético. Hay que tener en cuenta, además, que su obra, como la de Crémer y otros, se inicia en torno a 1927, atraviesa la guerra y la posguerra y llega hasta 2004. Sin abandonar nunca su fidelidad a los lugares de su infancia, en torno al cortijo de sus antepasados, fidelidad destacable en alguien tan viajado y tan viajero, pero que siempre regresaba a sus predios para oxigenarse, fidelidad incomprensible seguramente para esta nuestra modernidad cosmopolita, por adjetivarla de algún modo. A este respecto recuerdo unas palabras del genio caminante Robert Walser, que recoge su editor Carl Seelig en su memorable 'Paseos con Robert Walser' (Siruela): «Cuanta menos acción hay y más pequeño es el entorno que precisa un poeta, mayor suele ser su talento. Desconfío de antemano de los escritores que se exceden en la acción y necesitan el mundo entero para sus personajes. Las cosas cotidianas son lo bastante bellas y ricas como para poder sacar de ellas chispazos poéticos».

Una curiosidad última: el volumen incluye un apéndice intitulado 'Glosario del mundo del campo', con definición de palabras como horca, mies o rastrojo. Teniendo en cuenta que no se trata de un libro escolar sino de unas obras completas en toda regla, el detalle es indicativo de adónde hemos llegado en la liquidación de la cultura y del léxico campesino que tanto amaba Muñoz Rojas. Apañados estamos. En fin. «Caminemos, caminemos…» dice el primer verso de juventud de este seguidor de John Donne y T.S.Eliot y estudioso de la lírica metafísica inglesa con el que se da inicio al libro. Y en ésas andamos.

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